El valle del alba era un lugar frío y húmedo, alejado de toda comodidad. Un lugar tan aislado y tranquilo en el que ni siquiera las aves conocían lo que era un humano. Vivir allí era un regalo que la mayoría de ovejas aceptaban sin hacer preguntas. Un río con el agua más pura de todas. El pasto más verde y fresco que se podía desear. Era difícil no conformarse con los sencillos regalos que ofrecía el valle a sus habitantes.
Caronte no pensaba así. Como sabía que aquel era el pasto más verde si nunca había conocido otro pasto. Por qué nadie se preguntaba nunca que había más allá de las altas montañas. Su curiosidad sólo le había traído reprimendas por parte del resto de ovejas. Sin embargo, eso no era suficiente para retenerlo.
Una mañana, despertó antes de que el sol se alzara entre los picos y emprendió su camino hacia la cima. Camino un paso tras otro, sin nada más que su meta en mente. O por lo menos así fue hasta que escuchó el crujir de una rama a su espalda. Nalante, uno de sus pocos amigos le seguía en la distancia.
-- Nalante, ¿que haces aquí?-- pregunto Caronte sorprendido.
-- Yo también tengo curiosidad por saber lo que hay más allá de las montañas,- respondió el carnero con la respiración agitada por la caminata--, además de que para eso están los amigos.
Aquella fue una grata sorpresa que le alegró el resto del camino. Cuando finalmente la oscuridad de la noche era tan cerrada que le impidió seguir avanzando encendieron un fuego y montaron un modesto campamento.
--Caronte, no se te hace duro el viaje. El frío es cada vez peor y aquí arriba no crece el pasto. ¿Qué vamos a hacer?
--No te preocupes amigo mío, yo he traído bayas y hiervas suficientes para el camino, las compartiré contigo.
Cenaron y hablaron de las maravillas que podrían encontrarse al otro lado, hasta que finalmente en un soporífero silencio se durmieron. La mañana siguiente no fue tan alegre. Nalante ya no estaba, sus huellas volvían rumbo abajo de la montaña y junto con él habían desaparecido la mitad de las bayas. Caronte estuvo a punto de enfadarse, pero no pudo, pues quizás para Nalante el camino que andar era demasiado duro.
Aun dolido y preocupado, Caronte retomo su marcha hacia la cima de la montaña. Caminó y caminó hasta que un largo y delgado puente se encontró. Dos ardillas había a cada lado, armadas con sendos cuchillos, amenazantes sobre las cuerdas del frágil puente.
--¿Que ocurre pequeña amiga?- preguntó Caronte.
--He de cruzar este punte para volver con mi familia, pero no puedo, pues esa otra ardilla lo cortará antes de dejarme cruzarlo.
--¿Y qué es lo que le habéis hecho a esa otra ardilla para que os tenga tanta inquina?
--Nada, pero miradla, con ese amenazante cuchillo y esa malvada mirada. A mi con eso me basta.
--Si me permites, cruzaré yo el puente y hablaré con esa otra ardilla. Quizás pueda conseguir algo.
La ardilla asintió y Caronte cruzó el estrecho puente que colgaba sobre la nada. Mantuvo el aliento cuanto pudo y hasta el otro lado no fue que pudo respirar tranquilo. La ardilla lo observó perplejo.
--Ardilla, amiga, por qué amenazáis con cortar el puente.
--¡Amenazar!- exclamó indignada, -yo necesito cruzar al otro lado, donde están las preciadas bellotas con las que alimentarme, pero me temo que no puedo. Esa vil ardilla cortará el puente antes de dejarme pasar, pues me odia. Puedo verlo en su mirada.
--Confiad en mi, compañera, ninguna de las dos queréis cortar el puente, pues ella quiere cruzarlo para ver a su familia. Iré al otro lado para comunicarle que sólo quieres cruzar y así las dos podréis pasar.
La expresión de la ardilla no cambio, pero asintió. Así emprendió de nuevo la travesía a través del fino y delicado puente, pero al alcanzar la mitad, las dos ardillas empezaron las cuerdas a cortar. Antes de tener tiempo a preguntar, Caronte se precipitó al vacío.
Estaba magullado y herido, pero por lo menos podía caminar. Varios metros de nieve habían amortiguado su caída. Por lo menos, la senda hacia la cima aun estaba clara y continuó paso a paso con el fin de alcanzarla. Cuando apenas cien metros le faltaban, se encontró frente a un zarzal espeso que el camino cortaba.
--Un último esfuerzo, Caronte,- se dijo, antes de retomar su caminata.
Las púas se le clavaban y cachos de su lana arrancaban, pero Caronte se mantuvo determinado y continuó caminando. Cuando el último arbusto de espinas apartó su respiración apenas aguantaba. El frío había mermado sus fuerzas y ya no le resguardaba pues había quedado toda en la senda que hasta la cima llegaba.
Allí calló Caronte, escuchando de lejos unas voces. Familiares, amigos y conocidos subiendo a tropel, atravesando el camino que había abierto él. Allí lo encontraron y apenas dos frases le dedicaron.
--Mira que se lo advertimos, pero no quiso escuchar. En fin, continuemos sin el hasta la cima, me pregunto que nos vamos a encontrar.
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Las verdes praderas de la montaña.
AdventurePequeño relato corto sobre un carnero y su viaje a la cima de la montaña.