Esperándote

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Al despertar, sus ojos le molestaban y no podía abrirlos con facilidad. La cabeza le dolía, todo le daba vueltas, se sentía desorientada y cansada. Intentó levantarse y dar unos pasos, pero no pudo, las piernas le temblaban incontrolablemente por el miedo. Era chocante y confuso. Trato, en verdad trato, pero por más que quiso, no podía recordar cómo había llegado a ese extraño lugar. Su último recuerdo eran las sombras de personas moviéndose a su alrededor y gritando desesperadas.

Con esfuerzo, logró entreabrir los ojos e inspecciono el horrible paisaje.

Espantándose al instante.

Se hallaba sola y tumbada en medio de un inmenso desierto de arena blanca que no parecía tener fin. El cielo era tan diferente al que conocía y que adoraba contemplar desde la ventana de su habitación. Este cielo estaba teñido de un deprimente gris y en todo lo alto brillaba una enorme luna llena.

No le gustaba estar allí. Lo peor era respirar, ya que el ambiente era pesado, intenso e intoxicante y con cada inhalación de aire le ardían las fosas nasales y el pecho. Recordó a su madre. Ella no solía dejarla sola, así que de seguro la estaba buscando. A pesar del miedo y del dolor, empezó a llamarla a todo pulmón.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

Una, dos, tres veces. Aguardó un momento con la esperanza de ser rescatada por su madre. Sin embargo, no hubo respuesta. Su madre no respondía ni aparecía.

Volvió a intentarlo.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mami! ¿Mami, dónde estás?

Una, dos, tres veces más. Otra vez, el mismo resultado: Nada de nada.

¡Imposible! ¿Por qué no respondía? Su madre nunca la abandonaría ¿verdad?

Debido a la agitación por los gritos o al terror apoderándose de ella, tosió con tanta fuerza que le dieron arcadas y no pudo evitar vomitar...y llorar.

Estaba tan asustada y tan ensimismada que no se percató que una extraña sombra desde hacía mucho rato andaba dando vueltas a su alrededor, acorralándola y observándola a detalle.

Se abrazó a sí misma y se acurrucó contra la arena, tratando de calmarse y buscando protegerse del frio. Sólo llevaba puesto un vestido verde que le fue obsequiado por su tía Rukia en su último cumpleaños. Uno que, definitivamente, era muy fino y corto para ese helado clima.

De repente, la extraña sombra emergió, sobresaltándola y con una profunda voz habló:

—Bienvenida niña, te estaba esperando —dijo un hombre de estatura baja, de piel pálida, cabello oscuro y ojos increíblemente verdes como los suyos. —. Al fin, ya estás aquí conmigo.

El recién llegado la miraba hipnotizado, completamente embobado.

—¿Quién eres tú? ¿Dónde está mi mami? —respondió con la voz entrecortada, todavía hipeando por el llanto.

—Aún no le toca, pero ya vendrá y estaremos todos juntos. —contestó mientras tomaba con insólita suavidad a la niña entre sus brazos, colocándola a la altura de su pecho.

Ignorando las múltiples advertencias de su madre y los cientos de sermones de su tío Ichigo sobre hablar con desconocidos, la pequeña —lejos de huir—lo envolvió en un abrazo y se aferró con tanta firmeza a la espalda del hombre que los dedos de sus manos se entumecieron. Por alguna razón, cuando apenas la tocó, el miedo y el frio desaparecieron como por arte de magia. Además, sentía algo en él. Algo familiar y cálido, algo que no podía identificar.

—¿A dónde vamos?

—Hacia mi palacio, hacia "LAS NOCHES".

—¡Wow! ¿Tienes un palacio?

—Si, niña. Soy el rey de todo este lugar, el rey de Hueco Mundo. Ya tengo a ti y ahora esperaremos por tu madre.

Mientras tanto, en otro lugar, en otro mundo, una mujer de cabello color naranja y largo salía del hospital. Lloraba desconsoladamente por la pérdida de su hija. Las amargas lágrimas de dolor e impotencia surcaban su rostro.

Su hija había nacido después de un embarazado complicado y aunque por poco no lo conseguía, siempre tuvo la salud delicada. Urahara-san explicó que era debido al hecho de que el reiatsu de su padre y el de ella no eran compatibles. Incluso Mayuri-san insistía en usarla como sujeto de experimento, ya que juraba y perjuraba que era imposible que hubiera sobrevivido más allá del año de vida.

Contrario a todo pronóstico, logró sobrevivir por seis cortos años. Seis años que habían sido los más felices y, a la vez, lo más angustiantes de su vida.

De cualquier manera, todo fue cuestión de tiempo y ya no había nada que hacer.

Con el corazón destrozado, caminó hasta su casa por la misma ruta de todos los días. ¡Total! No tenía otro sitio al que ir y debía de prepararse para lo que venía: Organizar la ceremonia para el funeral, arreglar el papeleo del hospital, prender incienso, comprar flores y ponerse aquel kimono negro que permanecía guardado en el fondo de su armario. Lo único bueno era que estaba segura que Ishida-kun ya había avisado a todos sus amigos y no tendría que ser ella misma quien diera la noticia.

Suspiró sin ánimos, levantó la cabeza y miró al cielo.

—Ya está contigo, Ulquiorra. Por favor, cuídala mientras llego con ustedes... —dijo muy bajito.

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