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En un colorido y bullicioso circo itinerante, había un alto payaso de cabello blanco y rojo que no sabía sonreír. 

Su bello rostro tapado por el alegre maquillaje, escondía la estoica mueca que siempre llevaba.

No importaba si estaba en el escenario o en su casa rodante, si estaba solo o acompañado, aunque viera algo que le parecía gracioso, sus labios no se curvaban para demostrarlo.

Se miraba al espejo después de lavarse la cara. Siempre lo hacía antes de ir a practicar sus rutinas de malabarismo en la carpa que levantaban el primer día de su llegada a alguna nueva ciudad.

Tomaba las clavas y pelotas para guardarlas en un bolso antes de dirigirse al lugar mientras comía un dulce de limón. Al entrar, vio una gran red extendida en medio y sus ojos observaron el techo. 

Las hermosas aves de plumaje brillante, volaban grácilmente de un lado a otro columpiándose en los trapecios haciendo arriesgadas acrobacias.

Desde que llegó a aquel circo persuadido por su amigo de cabello y ojos verdes que era el dueño, su mirada heterocromática quedó atrapada por aquella ave de ojos rojos.

El cielo se volvió su obsesión. 

El cielo que nunca podría alcanzar.

Su inexperiencia le impedía si quiera pensar en poder estar a su lado y sabía que aquella hermosa ave jamás miraría hacía abajo.

¿Por qué lo haría si otra ave igual de hermosa estaba a su lado en el infinito?

Una hermosa ave de fieros ojos igual de rojos.

Como cada vez que ellos practicaban, se fue a sentar en primera fila para observarlos. Reían juntos haciéndose desafíos. Hacían poses mientras afirmaban los trapecios. Se sentaban sobre ellos para columpiarse un rato y al final, caían sobre la red que evitaba llegaran al piso. Después la guardaban dejando el lugar libre.

Se levantó del asiento para ir al centro y sacar las pelotas que trajo. Las lanzaba de a una para agarrarlas y volverlas a lanzar. Sus pensamientos vagaban entre los sueños que tenía cada día. 

Alegres y atrevidos sueños donde estaba junto a él. A veces lo tomaba y otras se entregaba mientras su cara mostraba distintas expresiones.

En sus sueños sonreía.

Sonreía junto a aquella hermosa ave de plumaje rojizo.

Las pelotas cayeron y pudo escuchar la voz de su compañero de actuación. El alegre rubio de ojos dorados, lo reprendió por no concentrarse. Él solo se disculpó monótono provocando un suspiro en el rubio.

El dueño del circo entró a la carpa para avisarles que se prepararan porque la función comenzaría dentro de poco. 

El de cabello bicolor recogió las cosas y salió seguido del rubio que no despegada sus ojos de la delineada espalda... por estar mirando tanto tiempo al cielo, no podía notar el deslumbrante sol donde podría quemarse.


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Una actuación más.

Se miraba en el espejo mientras cubría con el maquillage, su blanca piel y cicatriz de quemadura. 

No sonreía, pero aquello era parte de la rutina.

Su compañero ya vestido y preparado, era el blanco de sus bromas. La gente reía por la seriedad que mostraba en las preparadas situaciones entre ellos y los aplausos que recibían, los animaban a seguir mejorando.

Después de ellos venían los trapecistas. 

Los veía junto a los demás integrantes del circo. Era la rutina de cada día. Ya se había acostumbrado a esos sentimientos que lo envolvían, pero el tiempo sigue su curso y las huellas se acumulan.


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El rubio y el de cabello verde se despedían tristemente del de cabello bicolor que sostenía su bolso y le regalaba una golosina a cada uno. 

El tren a su espalda estaba a punto de partir. Al subir, movió una de las manos diciendo adiós a sus grandes amigos.

Dejó el circo y todos sus recuerdos de las historias vividas durante todos esos años.

Miró al cielo por el vidrio cerrado de la puerta del tren antes de ir al asiento indicado en su boleto. El viaje duró más de seis horas hasta que por fin llegó a su destino. Dos horas de caminata lo llevaron al pueblo donde encontró su vieja casa.

La casa que le dieron sus padres antes de desaparecer, estaba igual que cuando la dejó.

En aquel lugar acompañado solo de sus sueños donde surcaba el cielo de la mano de aquella hermosa ave de plumaje rojizo que siempre le sonreiría, decidió pasar el resto de su vida.

Al abrir la puerta, los delgados labios se curvaron hacía arriba mientras los ojos heterocromáticos se mostraron soñadores... 


La historia del payaso que pudo sonreírDonde viven las historias. Descúbrelo ahora