Capitulo 2

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  SU FAMA DE NARRADORA de cuentos le vino muy bien, porque la empezaron a llamar de las casas para que entretuviera a los niños pequeños mientras las madres iban a la compra o a la peluquería.

  Al principio apenas le pagaban porque iba a casas de señoras del pueblo, que la conocían de siempre. La compensaban dándole de merendar o de cenar, o le regalaban frutas y dulces para que se los llevara a su casa. Alguna vez le preguntaban:

  —¿Qué te apetece llevarte hoy, guapa?

  —Pues preferiría llevarme cigarrillos.

  —¿Cómo dices? —se asombraba la señora. Pero luego caía en la cuenta y se escandalizaba—: Será para tu padre, ¿no?

  —Sí, señora.

  Si estaba el marido delante, era corriente que se echara a reír, porque Rogelio sentaba muy mal a las señoras, pero entre los hombres tenía buenos amigos.

  —Oye, Bibi —intervenía el marido—, y ¿no quieres llevarte un poco de vino también?

  La niña decía que sí, y entonces era cuando el marido y la mujer reñían; porque estaba claro que en el pueblo no se creían lo de que su padre tuviera que beber por aquel mal del corazón que no podían curar los médicos.

  Pero cuando llegó el verano, las cosas cambiaron de modo muy favorable para Bibi. La señora Angustias, que cada día estaba más gorda y más triste, un día, después de regalarse con un suspiro quejumbroso, le dijo:

  —Oye, en una de las casas a las que voy a asistir quieren que vayas el sábado a cuidar de los niños.

  Bibi se quedó recelosa, porque la señora Angustias era una asistenta antigua e importante, que sólo asistía en los chalés de las urbanizaciones elegantes. La señora Angustias se dio cuenta y la tranquilizó:

  —No te preocupes, irás conmigo. Son buena gente. Los padres, claro, porque a los niños no hay quien los aguante.

La niña decía que sí, y entonces era cuando el marido y la mujer reñían; porque estaba claro que en el pueblo no se creían lo de que su padre tuviera que beber por aquel mal del corazón que no podían curar los médicos.

Pero cuando llegó el verano, las cosas cambiaron de modo muy favorable para Bibi. La señora Angustias, que cada día estaba más gorda y más triste, un día, después de regalarse con un suspiro quejumbroso, le dijo:

—Oye, en una de las casas a las que voy a asistir quieren que vayas el sábado a cuidar de los niños.

Bibi se quedó recelosa, porque la señora Angustias era una asistenta antigua e importante, que sólo asistía en los chalés de las urbanizaciones elegantes. La señora Angustias se dio cuenta y la tranquilizó:

—No te preocupes, irás conmigo. Son buena gente. Los padres, claro, porque a los niños no hay quien los aguante.

Esto último, en cambio, no le preocupaba a Bibiana, porque era impensable que ella tuviera dificultades con niños pequeños.

Se vistió muy elegante, con un pantalón vaquero de peto, una blusa amarilla y zapatillas del mismo color. Bibi no tenía nunca problemas de ropa porque se la traía la señora Angustias, regalada, de las casas a las que iba a asistir. Un día le dijo Bibi:

—Oiga, ¿y no podría pedir también algo de ropa para mi padre?

Se lo preguntó porque Rogelio andaba siempre muy desastrado y a Bibi se le daba regular lo de lavarle y coserle la ropa.

A la señora Angustias, que era una viuda honrada, con una sola hija, casada con un ferroviario de Monforte, le sentó muy mal la pregunta:

—¿Pero tú qué te has creído? ¡Cómo voy a pedir yo ropa para un hombre! ¡Estaría bueno! ¿Qué pensarían de mí? ¿Eh? ¿Qué crees tú que pensarían?

Era una pregunta que Bibi ya sabía que no tenía que contestar. Bibi era una niña que iba por la vida tanteando; no era fácil saber lo que les iba a parecer bien o mal a las personas mayores, pero, cuando ocurría lo último, con callarse, la cosa se solucionaba.

Tomaron un autobús que llamaban «el circular» porque circulaba por todas las urbanizaciones y llegaba hasta Madrid. Pero se bajaron en una parada que sólo estaba a cinco minutos del pueblo. Bibi pensó que la próxima vez iría andando y se ahorraría las veintisiete pesetas que costaba el billete.

El chalé al que fueron se parecía a los que salían en las películas. Tenía una pradera de césped y, en medio, una piscina. Alrededor de ella había hamacas para tomar el sol, y en una de ellas, efectivamente, la señora de la casa lo tomaba en bañador. Estaba tan cansada que no se pudo levantar cuando entraron ellas. Se limitó a mirarlas, poniéndose una mano como visera para protegerse del sol. Era muy delgada, estaba muy morena, y luego Bibi se enteró de que tenía fama de ser muy guapa y muy elegante. En traje de baño no se le notaba.

—Hola, Angustias, ya está usted aquí. Menos mal.

Y dio un suspiro muy largo. Angustias le contesto con otro de los de su especialidad, y Bibi se dio cuenta de que la señora y la asistenta se entendían muy bien en ese lenguaje.

—Les he dado de desayunar a los niños y me han dejado agotada.

Otro suspiro. Luego, miró a Bibi y preguntó:

—¿Y esta niña tan guapa?

La señora Angustias movió la cabeza con pena, porque comprendió que a la señora le extrañaba que una niña tan bien vestida tuviera que ganarse la vida aguantando niños.

—Es la chica que cuida niños. Ya le dije que podía probar usted.

Tanto se extrañó la señora, que se incorporó en la tumbona; y a poco se le ve un pecho, porque llevaba sueltas las tiras del traje de baño para que, al tomar el sol, no le dejaran marca. Bibi estaba fascinada.

—¡Caramba! Yo creía que era mayor. ¿Cuántos años tienes, guapa?

Tenía la voz lánguida y cansina, pero parecía simpática.

—Once años.

—Pues estás muy alta para tener once años, pero yo esperaba una chica más hecha. Ya sabe usted cómo son mis hijos...

Esto último lo dijo dirigiéndose a la señora Angustias, que movió la cabeza apesadumbrada ya que tenía muy mal concepto de los niños.

—Pero tiene mucha práctica, la pobre, con los niños —tranquilizó la señora Angustias a la dueña de la casa—. Sobre todo cuando les cuenta cuentos.

—¡A MÍ ESA TÍA no me cuida!

Esto lo dijo un chaval que estaba a la sombra de la hamaca de su madre y que, de primeras, no se le veía. A la señora se le contrajo el rostro dolorosamente y suspiró:

—Rafa, por favor, no empecemos...

Rafa se puso de pie; era un chico de unos siete u ocho años. Volvió a repetir:

—¡Que a mí esa tía no me cuida!

A Bibi le pareció una observación lógica, pues no entendía por qué un niño de siete años tenía que ser cuidado, cuando ella, a su edad, ya cuidaba de su padre. No era ésa la opinión de la señora, que, sacando fuerzas de flaqueza, le conminó:

—Si no te vas ahora mismo con... —se dio cuenta de que no sabía su nombre y se lo preguntó—: ¿Cómo te llamas, guapa?

—Bibi.

—¿Bibi?

—Sí, señora, me llamo Bibiana, pero me llaman Bibi.

—Bueno, pues si no te vas con Bibi, llamo a tu padre a la oficina ahora mismo. Tú verás qué prefieres.

El chaval inclinó la cabeza cabreado, para que quedara claro que obedecía bajo amenaza.

Bibiana y su mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora