Zumbido

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Sentado frente al computador que sin internet parece un aparato inútil, sin vida, observo inerte la pantalla pensando que hacer. Un zumbido rodea mi cabeza, un pequeño silbido que se pasea a mí alrededor por unos instantes y luego desaparece.

Durante el día subo y bajo las escaleras vagando de un lado a otro dentro de casa, caminando de la habitación al taller, del taller a la cocina, de la cocina al baño y otra vez a la habitación. El suelo tiene marcados mis pasos, de tanto caminar se formó un desnivel creado por el desgaste por mi constante andar.

En la habitación, sentado en la poltrona intento leer, el zumbido regresa, pero no es uno, son dos los que merodean alrededor de mi cabeza, dos silbidos intensos, condensados, compactos que caen en picada directo a mi oído desconcentrándome.

En el baño, de pie frente al váter, lo escucho de nuevo, ya no son un par ahora son una decena. El eco de su zumbido en el silencio rebota en las paredes del reducido espacio encerrado y retumba en mis tímpanos. Gritan todos al unisonó un: - ¡Aaaahhhh! – prolongado e infinito que puede escucharse desde distintos ángulos; a mi derecha, a la izquierda, delante, tras de mí, sobre mi cabeza, alejado a unos pasos. Todo al mismo tiempo, desequilibrándome y confundiendo el zumbar con voces humanas en la lejanía.

El zumbido va conmigo acrecentado a decenas mientras camino por la casa en mi acostumbrado deambular en el encierro tal cual gato enjaulado. El zumbido me acompaña a donde vaya, me siguen como un séquito que brama en mis oídos. Son como electrones que bailan una danza retumbante y sonora alrededor del átomo que es mi cabeza.

En la noche acostado en la cama en plena oscuridad siento el zumbar, ahora es un centenar de silbidos que danza sobre mí de cara al techo. Un movimiento circular en forma de tornado, como la danza de los zamuros alrededor de una carroña de gran tamaño. Espanto fácilmente el zumbido con las cobijas que me arropo, las cuales uso a modo de abanico. Con ellas formo grandes olas de viento para espantarlos y alejarlos de mí. El zumbido se aleja, pero al cabo de unos instantes cuando me olvido de él, este regresa.

En la mañana al despertar sentí una nube negra pululante sobre mí.

- ¿Cuántos son? –. Pregunté al abrir los ojos.

- Un millar –. Respondió una voz dentro de mí.

- ¿Y tú como sabes? –. Pregunté a la voz, pero no hubo respuesta, solo el silencio en mi interior y el zumbido a mí alrededor.

Al levantarme me sentí rodeado por ellos. Parecen tener voz, más bien un grito, un zumbido distorsionado que se transforma, que va cambiando, que muta, se camufla, se confunde con otros sonidos, los imita. A veces el zumbido es parecido al llamado de auxilio desesperado de un niño a lo lejos que parece gritar suplicante: -¡mamáaaaaa! –. Como si no la encontrase, como si la hubiese perdido y este se encontrara sin rumbo, solo y asustado en la oscuridad.

Otras veces parece que gritaran como indios bailando una danza guerrera, como indígenas, hombres salvajes, tribus ancestrales asentadas en una isla dispuestos atacar al blanco usurpador armados con sus punzantes aguijones iguales a colmillos vampíricos para extraer toda la sangre de mi cuerpo.

- ¡Malditos! –

Les grito iracundo, mientras sentado en la poltrona intentando leer ondeo una pequeña toalla verde sobre mi cabeza. Se alejan por un instante y vuelven al ataque con más fuerza, como si el movimiento los enardeciera, los encolerizara.

El zumbido responde con una gran risotada, como si se burlaran de mí, como una mofa iracunda para provocarme, para hacer que caiga en desesperación y pierda el control.

- ¡Cállense cabrones! – les grito con todas mis fuerzas. Se alejan un poco y enmudecen, lo que permite que escuche el silencio afuera en la calle vacía y pueda sentir la interrogante de mis vecinos.

- ¿A ese que le pasa? – se preguntan en silencio, interrumpiendo la larga lista de quejas sobre la situación del país que reproducen a diario parafraseando los fakes con los que se topan en las redes.

El zumbido se multiplica, ahora son millones, tantos que forman una cortina negra envolvente, pululante, vibrante, movible y sonora a mí alrededor. Me mantiene cautivo. Entre la cortina zumbadora y yo, solo hay espacio equivalente a un paso. No me dejan ver hacia adelante, al horizonte, solo veo un entretejido negro que vibra y resuena, como una malla con agujeros diminutos, como una tela en la que en cada trama donde se unen las fibras estuviera puesta una diminuta bocina, un bajo, que en vez de vibrar zumba. Solo escucho el zumbido multiplicado por miles de millones, zumbido que me adormece, me hipnotiza, me hace presa de su voluntad para que deje de pensar y relaje mis músculos y así la sangre pueda fluir mejor por mis venas.

-¿Qué quieren de mí? – les pregunto

- ¡Es obvio! – responde burlona la voz en mi cabeza.

- ¿Cómo qué obvio?, no lo entiendo, explícame-. Le pregunto desesperado a la voz, pero esta enmudece como siempre.

El zumbido responde con un grito desmesurado al unisonó. Un rugido demoledor que me deja sordo y aturdido, un aullido que no comprendo su sentido. Es como el gruñir de una turba de personas enardecidas dispuesta acabar con su opresor. Una muchedumbre inmensa cegada por la ira cansada de escuchar tantas excusas y mentiras, víctimas de tanto engaño.

Salgo del cuarto, dirijo mis pasos hacia fuera de la casa violando la cuarentena. No soy quien dirige mis pies,  el zumbido me guía.

Si el zumbido quiere que vaya a la izquierda, como una orden militar se concentra en mi oído derecho y prorrumpe un grito. Parece que miles de insectos rompen el tímpano y se adentran en mi mente, para estando allí, escuchar solo un zumbido permanente.

Si quieren que vaya a la derecha sucede todo lo contrario, penetran por el oído izquierdo, rompiendo el tímpano y asentándose en mi cerebro. Mi cabeza es un cubo vacío cuya masa encefálica fue consumida por el zumbido, desapareció erosionado a través del ruido como el viento erosiona las rocas en el desierto hasta convertirlas en polvo. Para el zumbido no soy más que un caballo atado a un carruaje, maneja mi camino, lleva las riendas de mi ser.

En la calle camino descalzo con rumbo incierto, no sé a dónde voy, solo puedo ver al suelo o hacia el cielo, la cortina vibratoria y pululante es cada vez más espesa y estridente.

- ¡Que sople el viento por favor! - clamo con fervor.

Con la esperanza de que este disipe la cortina, pero el viento no sopla, esta inerte, escondido. Se unieron el viento y el zumbido para formar un complot en mi contra. Las nubes están detenidas en el cielo como si estuviesen pintadas o el tiempo se hubiese detenido.

-¿Se detuvo el tiempo?- me pregunto preso del terror.

Siento que nada se mueve alrededor, el zumbido es tan fuerte y envolvente que no puedo escuchar nada más.

- ¿Hacia dónde voy? – me pregunto

- ¿Hacia dónde me llevan? – les pregunto. Pero son inútiles las preguntas, de la cual no consigo respuestas.

Camino resignado por donde el zumbido me lleva, me siento vacío, sin alma, sin motivos, ni fuerzas, ni voluntad, como un diente de león que se deja llevar por el viento y recorre largas distancias.

En un momento aparto la mirada del cielo, algo me dice que debo mirar al suelo. Al bajar la mirada me encuentro con que mi pie derecho acaba de dar un paso de más, de donde se acaba el camino y comienza el profundo precipicio, donde acaba el sólido suelo y comienza el vacío.


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