Una carta de la reina

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La repentina luz matinal inundó la gran habitación, entrando a través de la ventana, cuando se descorrieron las cortinas, despertándolo de su sueño. Aunque, más que sueño, deberíamos llamarlo reposo, puesto que hacía mucho tiempo que no soñaba ni dormía plácidamente. Tan solo cerraba los ojos y perdía consciencia de todo hasta que volvía a abrirlos horas después.

Entreabrió los ojos, viéndolo todo borroso al principio, hasta que su vista se adaptó a la intensa luz, entre la cual destacaba una erguida figura oscura, cerca de la ventana, mirándole fijamente, con una dulce y vacía sonrisa.

–Buenos días, joven amo.

La voz de su mayordomo terminó de espabilarle. Pesadamente, separó la cabeza de su almohada y se sentó al borde de la cama, frotándose los ojos con el dorso de la mano.

–El desayuno de hoy está compuesto por salmón ahumado con ensalada de menta– anunció solemnemente, acercándose hacia una pequeña mesita delante de la cama, cogiendo la tetera y una de las tazas de porcelana blanca que estaban sobre ella, sirviendo el té, aún humeante–. Como acompañamiento se servirán tostadas, bizcochos y pan francés. ¿Qué satisfará mejor su apetito esta mañana?

–Bizcochos– contestó el joven, seguido de un sonoro bostezo que no intentó ocultar.

El mayordomo se acercó a él, tendiéndole la taza, de la cual dio un sorbo inmediatamente. Nunca iba a reconocerlo, pero nadie preparaba el té mejor que su mayordomo.

–Después de desayunar– continuó el hombre de negro, agarrando un montón de ropa plegada, preparada sobre una silla al lado de la puerta y avanzó de nuevo hacia su amo– debe revisar unos cuantos documentos en relación a la nueva expansión de la compañía que le ha hecho llegar el señor Weissman desde Alemania– agarró la taza de té que le tendía el chico, la dejó sobre la mesita de noche y empezó a desabrocharle la camisa que hacía servir como ropa de dormir.

–Sí que ha tardado en enviarlo– comentó el joven, dejándose hacer–, hace meses que le pedí esos papeles.

–Al parecer ha habido bastantes problemas con el servicio postal de Inglaterra después de la desaparición de lord John Arnold, quien lo dirigía– empezó a vestirle–. Aunque no pretendo excusar al señor Weissman, ni mucho menos.

–Bueno, ese hijo de perra se lo merecía– sentenció el joven noble, poniéndose de pie, una vez estuvo completamente vestido con un traje azul marino–. Todo el mundo sabía que dejaba pasar cargamentos ilegales de armas al interior del país.

–Cambiando de tema, joven amo– sacó un sobre sin abrir del bolsillo interior de su frac y se lo tendió a su señor–, ha llegado esto para usted.

Agarró la carta entre sus pequeñas y pálidas manos, sorprendiéndose al ver el sello rojo de cera con el escudo de la monarquía inglesa sobre él.

–¿Por qué no has empezado por ahí, Sebastian?– reprendió a su mayordomo, abriendo rápidamente el sobre, procurando no dañar su interior.

–Mis disculpas.

Le tendió el sobre vacío, quedando con la hoja de papel escrita entre las manos. La leyó cuidadosamente. Era breve, aunque concisa.

–Al parecer la reina está preocupada por las desapariciones de tantos nobles con altos cargos últimamente– suspiró al terminar de leer, aliviado de que no fuera gran cosa–. Aunque no entiendo por qué. Todos ellos tenían sus trapos sucios relacionados con el bajo mundo y cada vez iban a peor. En cualquier momento me hubiera pedido a mí que terminara con ellos. No son ninguna pérdida para la sociedad.

Salieron de la habitación, avanzando por el largo y tenuemente iluminado pasillo y bajaron las escaleras en dirección al comedor.

–Entonces– dijo Sebastian, con una extraña mueca de inconformidad que intentó disimular, viendo como Ciel se sentaba en una silla frente a su desayuno– ¿no va a hacer nada?

Kuroshitsuji: Mi ángel caídoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora