Parte única

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Caminó en puntas de pie por el pasillo, abrigado por la penumbra y la buena temperatura del otoño, con una mano arrastrándose a lo largo de la pared para no perder la orientación. Las suaves notas del piano lo atraían. Sonaban a la distancia y, por mucho que Kiyoomi insistiera en disculparse, no era la música lo que lo despertaba esas noches de melancolía, sino encontrar su lado de la cama vacío, frío por la ausencia de su cuerpo; si quisiera podría darse la vuelta sin darle importancia pues la habitación con el piano estaba bastante lejos, pero no podía perderse por nada del mundo esas contadas noches en las que Sakusa, más callado que de costumbre, se arrastraba de las sábanas hasta su lugar y comenzaba a tocar sin prisa, sintiendo el frío de cada nota bajo sus dedos. No oía, no veía, solo tocaba.

Había comenzado en su tierna infancia. El piano en el fondo de su hogar lo llamaba, pero no lograba comprender qué era esa necesidad, esa melancolía que explotaba en su interior al escuchar la melodía. Su madre tocaba cada noche durante sus noches de insomnio; sabía que su hijo menor estaba a sus espaldas, asomando sus mejillas por el marco de la puerta, embelesado por la imagen de esa mujer de largos cabellos negros que movía sus manos con maestría. Al terminar —que podía ser en minutos o en horas— ella se daba la vuelta con una pequeña sonrisa para ver al niño escondiéndose con prisa, como volviendo a ser consciente del lugar donde se encontraba y la hora, que a veces pasaba de las tres de la mañana cuando debía levantarse temprano para la escuela. No lo sermoneaba. Abría sus brazos y el pequeño, que volvía a asomarse con la esperanza de verla comenzar otra vez, corría a sus brazos.

Pasó mucho tiempo deseando volver a esos abrazos, aprendiendo a tocar sus mismas melodías y otras tantas propias, llegando a la escuela, la universidad y el trabajo con ojeras enormes disimuladas pobremente por el barbijo, esperando la noche en la que se levantara en medio de la noche solo para verla allí sentada. Claro, eso no sucedió.

El niño que oía a su madre tocar el piano, se había convertido en el hombre que jugaba con la teclas y aguardaba su regreso.

El paso del tiempo —y el conocimiento adulto de que los muertos no vuelven— lo convenció de que su hábito estaba mal, de que no podía seguir viviendo de esa forma, necesitado de unos brazos que lo recibieran en medio de la noche y con el corazón hecho un puño. Quiso alejarse de la música, olvidar la sensación de las teclas bajo sus dedos. El club de vóley lo ayudó, era bueno y lo sabía, la adrenalina del momento lo mantenía lo suficientemente ocupado como para dejar de reproducir las melodías de su infancia una y otra vez en su mente. Llegó inclusive a pasar meses enteros sin entrar a la dichosa habitación del piano.

Una noche donde la soledad era demasiada volvió a entrar allí, sabiendo que solo sucumbía ante su deseo. Algunas horas atrás había estado en un bar de mala muerte con sus amigos del club, bebiendo y riendo tanto como se podía, incapaz de ahuyentar el dolor que lo atormentaba como una punzada constante en medio de su pecho. Acabó enredado entre las sábanas con su amigo, con la mente nublada por el alcohol, y el dolor, y la soledad, y la calidez; pero aún cuando los párpados de Atsumu cayeron rendidos, él no fue capaz de conciliar el sueño. Pasó sus dedos delgados y fríos —siempre fríos— por su rostro; mimó su piel y cabellos con la adoración acumulada por el tiempo y que tanto se empeñaba en esconder, aterrado por saber que no quería nada con él, que el rubio solo había sucumbido al alcohol y al placer momentáneo. Y se aterró. Y la soledad fue mayor. Así que se levantó con cuidado de no hacer ruido y lloró frente al piano, ya sin saber qué melodía era más hermosa, si las teclas, el chasquido de los labios al besar la piel, sus sollozos, o los suspiros extasiados del hombre que ahora dormía en su cama, sin saber que el aroma impregnado en las sábanas lo atormentaría por días.

Voló por sus pensamientos. Ni siquiera sus ojos bañados en lágrimas lo interrumpían, seguía sin mirar las teclas, tocando como si fuera la última vez, la primera, la antigua, y la nueva; tenía que dejar su vicio, su maldita costumbre de regresar al pasado, de lastimarse cada vez que veía el piano. Se prometió que se desharía del instrumento la mañana siguiente. Lo tiraría de ser necesario, ya no quería volver a verlo, ya no quería sentir la melancolía como un nudo en su vientre cada noche que corría a ese lugar, superado por las emociones que tanto se empeñaba en esconder.

Y entonces, algo cambió.

Un crujido a sus espaldas lo hizo detenerse, lo devolvió a la vida con tan brusquedad que debió tomar aire como si hubiera estado bajo el agua todo ese tiempo, rogando que alguien lo despertara antes de comenzar a ahogarse.

Atsumu no se molestó en esconderse, solo se quedó de pie en el marco de la puerta, tan ahogado en sus pensamientos como él.

Quiso decirle tantas cosas. Quiso decirle que jamás había amado a alguien como lo amaba a él, que todas las veces que lo había maltratado fue porque no quería arrastrarlo en la bola de hilos y melancolías infinitas que él era, que no quería nada a cambio, que entendía que era solo la persona que había estado en el momento justo y que haber compartido las sábanas no fue más que coincidencia, que si Atsumu se lo permitía él quería vivir el tiempo que le quedaba con el rostro hundido en el hueco de su cuello. Pero nada salió de sus labios más que un sollozo. Atsumu no esperó una invitación para cruzar la habitación y envolverlo en sus brazos con fuerza, hundiendo los dedos en el cabello suave azabache. Rezó que no lo apartara, luego se disculparía por haber invadido su espacio personal y por tocarlo sin pedir permiso, pero ahora solo quería sentir la piel de Kiyoomi contra la suya, decirle que estaba allí y que no se iría, que eso había sido lo más triste y hermoso que había escuchado en su vida a pesar de su ignorancia en temas de música clásica. Pero nada salió de sus labios tampoco. Allí estaba. Todo lo que ambos necesitaban estaba en el aire, afloraba en la piel y se compartía en sus silencios. Nada más importaba.

Y esa noche no era diferente. Uno pensaría que los años los habrían cambiado, que las apatías del paso del tiempo y las rajaduras en las relaciones los separarían; y vaya que lo habían hecho, varias veces. No podía ser de otra manera con dos personas tan distintas. Las peleas y las reconciliaciones habían sido muchas, pero de una manera u otra siempre regresaban al mismo momento, a esas noches cálidas en las que la soledad de Sakusa lo obligaba a arrastrarse por el pasillo y asomarse por el marco de la puerta, como un niño embelesado por la noche, tan terrorífica ante sus ojos pero tan hermosa a la vez. Atsumu adoraba ahogarse en esas noches. Esperando pacientemente a que Kiyoomi acabara la pieza —o que se diera la vuelta, desesperado por abrazar a su esposo— y él pudiera inmiscuirse entre sus brazos, o sorprenderlo —sin demasiada sorpresa puesto que Kiyoomi siempre lo esperaba— con un beso en los hombros o el hueco de su cuello.

—Me he dado cuenta... —murmuró, abrazándolo por la espalda, adorando cada segundo que podía estar de esa forma sintiendo la calidez que emanaba de su piel—, ¿Esto de tocar sin camiseta es para provocarme o...?

—Cállate, arruinas el momento.

—Lo siento —sonrió lo más inocente que pudo y bajó sus labios hasta la nuca de Sakusa, atrapando entre labios y dientes la piel manchada de lunares que alcanzaba.

Sakusa ralentizó sus dedos sobre las teclas, dejándose llevar por los mimos hasta que se detuvo por completo, empezando una nueva melodía. En su oído lograba escuchar los chasquidos de los besos, algún que otro susurro ininteligible, el roce de los dedos pasando por su espalda, y la respiración contenida de Atsumu, mezclada ahora con sus propios suspiros.

Cada vez eran menos las noches en las que Kiyoomi abandonaba el lugar en su cama para sentarse frente al piano. La tristeza seguía, pero se sentía mejor ahogarla en la piel de su esposo, convirtiendo aquello que lo atormentaba en besos que robaban su aliento y lo dejaban a su merced debajo de su cuerpo; recorrían sus cuerpos de arriba a abajo, adorándose y amándose en los silencios que solo ellos sabían decodificar, deseando jamás perder ese lugar en los brazos del otro.

Sakusa nunca admitiría que continuaba cruzando el pasillo solo porque sabía que Atsumu lo seguiría con la misma emoción de siempre.

Nunca logró discutirlo con su madre, no tenía la edad para ello, pero estando allí, con Atsumu murmurando palabras de amor en su oído, tenía la sensación de que comenzaba a comprenderla; tal vez la música nunca fue un himno a su propia tristeza, sino el llanto que invitaría a alguien a compartirla.

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