en la oscuridad

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Hubo un grito, tan desgarrador que asustó a los pajaritos que buscaban alimento entre el pasto. Los padres se voltearon pero no vieron nada, los niños jugaban alrededor del columpio, metían sus manos en la tierra y reían sin hacer ruido. Sucedió de nuevo, esta vez el grito se deshizo a la mitad, el sonido de sus conversaciones adultas y la carne en la parrilla era más fuerte. No había de qué preocuparse, el día estaba despejado, los amigos eran bastantes y disfrutaban de una parcela privada. Hacía el calor suficiente para que desearan tener una piscina, y comentaban lo fabuloso que sería tener una para el próximo verano.

Los niños seguían jugando sin hacer ruido.

Ya no habían gritos, ni risas, sus imágenes permanecían a la luz del sol, móviles. Carmen observó a Bruno, en la mañana había optado por ponerle un pantalón demasiado grueso y una camiseta de manga larga, había sido mala opción, el niño tenía las mejillas rojas y la frente húmeda por el sudor.

En la oscuridad, Bruno pataleaba para zafarse de un agarre furioso, sus gritos ya no llegaban a oídos de los vivos, pero su figura permanecía intacta. Solo el hedor fue capaz de viajar hasta el mismo plano que los adultos.

Javier comentó que la línea del tren pasaba a las faldas de esa colina, habían encontrado varios animales muertos ahí, seguramente esa era la fuente del olor. El encargado de recogerlos solía ser él, los tomaba con la pala y los enterraba a tres metros de profundidad para asegurarse de que los perros no los desenterrasen.
Pero a pesar de que muchas veces se le encomendó ese trabajo, nunca vio las señales; los ojos blancos, la sequedad, la acerada descomposición. Signos de una carcasa sin alma, una arrancada en vida.

El olor sin embargo, no provenía de sus cuerpos.

El niño enterró sus dedos en la tierra con tanta fuerza que sus uñas comenzaron a separarse lentamente de la carne. Emitió un quejido, pero no se soltó, su determinación era tal que el monstruo cedió, aflojando la presión que ejercía su mandíbula.
Hubo un tirón final que lo despegó de su agarre y lo arrastró por el suelo, y en la luz su cuerpo dibujó líneas sobre el polvo con una varilla, eran los vestigios de un mundo colapsando sobre el otro.

—La Jose es igual a ti cuando chica, Cata. —Esbozó una sonrisa llena de nostalgia, su hermana imitó el gesto antes de responder.

—Me gusta que sean tan buenos amigos. Nosotras éramos más peleadoras.

Bruno miró a su alrededor, la negrura a penas le permitía vislumbrar a Josefina, la niña estaba oculta tras un arbusto, tiritando de miedo, él alargó su brazo en un acto desesperado por pedir ayuda, ya sabía que gritar no servía de nada.

La criatura giró sus ojos en esa dirección, las ramas del arbusto se movieron levemente ante la sorpresa. Bruno cayó al suelo, dolorido, lucía las marcas rojizas sobre su ropa y piel. Dio pasos débiles y vacilantes en esa dirección, cada vez parecía estirarse más y más. Cuando finalmente encontró a la niña, profirió un rugido furioso.

A la luz del día la voz infantil de Bruno hizo eco en el predio.

—¡Te pillé! —Y los gritos desesperados se escucharon como estridentes risas infantiles que provocaron sonrisas en los padres.

Habían rastros mugrosos, sangre seca en el pasto, Bruno se alejó cojeando en dirección al bosque. Descubrió con terror los restos rasgados de un brazo, unos huesos roídos hicieron un crujido cuando los pisó. Entendió que no eran las primeras víctimas, tampoco serían las últimas.

La criatura había pasado mucho tiempo alimentándose de animales pequeños, la mayoría sentía su presencia y escapaba ante la menor incidencia en su plano. Se había tenido que conformar con los pocos descuidados que se cruzaban en su camino. Se pasó la lengua espinosa y negra por los dedos, limpiando la sangre y tierra mezcladas en las puntas, recordaba con gracia aquellas comidas desafortunadas, mientras se daba un festín. Se sintió vigorosa.

Alcanzó a Bruno luego de dar solo un par de largas zancadas, lo arrastró sin piedad, como si ya no necesitara esforzarse para hacerlo.

—¡Cuidado Bruno! —gritó su madre cuando lo vio columpiarse con demasiada fuerza, el niño no respondió.

Se dio vuelta para mirarla, ya quieto, sin objeciones. La criatura había adquirido otra consistencia, ya no era una sombra a punto de desvanecerse, podía ver claramente la sonrisa chueca y los dientes picados por las comidas más duras. Era mejor no resistirse, Bruno lo entendió tarde; ya había corrido muy lejos de su cuerpo intentando escapar, no había forma de volver, ni lugar donde esconderse.

Lo dividió en exactos tres bocados, y a medida que los devoraba se sentía más y más fuerte. Entonces el cielo se oscureció y una nube negra se instaló sobre sus cabezas, solo en ese predio maldito. A lo lejos parecía el humo de un incendio y cuando las puertas del otro mundo amenazaron con abrirse, también se pudo ver el fuego. Estaba a punto de lograrlo.

Una lluvia olorosa comenzó a caer, rápidamente les mojó el pelo y apagó las brasas de la parrilla. Carmen le gritó a los niños mientras ayudaba a recoger las cosas y llevarlas dentro.

—¡Niños, a la casa! —Ninguno se movió. La lluvia seguía cayendo pero no llegaba a mojarlos. Los demás fijaron su vista en ellos como por primera vez. Ernesto se acercó rezongando, ordenándoles ir a casa.

Ni siquiera lo miraron, todos se pusieron de pie con absoluta sincronización y comenzaron a correr desperdigados pero en la misma dirección. Atravesaron los pastos altos colina abajo hacia los árboles y los padres enloquecieron ante tal insurrección, los siguieron.

Llegaron hasta ellos justo cuando el monstruo terminaba su último bocado, se retiró con parsimonia, dejando a su paso el olor de la muerte que emanaba de sus fauces, ningún vivo fue capaz de verlo, no todavía. Su influencia en el otro plano dejó de existir, pues ya no era necesario, los niños ya no podían ser salvados.

Y entonces se derrumbó la imagen, cayeron las máscaras, los cuerpos se estrellaron uno a uno contra el suelo. Los padres se precipitaron ante la imagen de sus niños, la piel seca, los ojos abiertos de par en par ante el horror que presenciaron antes de morir. El trabajo de despegar a la fuerza el alma es barbárico y casi siempre fatal. Al final solo un niño permaneció en pie, Carmen abrazó a su hijo y se lo llevó lejos del terrible espectáculo.

Sus ojitos vacíos admiraron la escena, la oscura, la que el monstruo había dejado a su paso. Sin embargo ningún pensamiento atravesaba su mente, en ese momento ni nunca más. De Bruno solo quedaba la cáscara.

Llegaron los bomberos, alertados por los vecinos de un fuego y humo que nunca existió, fueron oportunos para presenciar el caos de las familias destruidas. La parcela se llenó de gente que caminaba en todas direcciones, había luces y ruido. Quizás por eso nadie se fijó en la figura maltrecha que emergía del barro, en el punto exacto donde la habían enterrado hacía ya muchos años atrás.

Cuando aún estaba viva la gente decía que estaba loca, que había locura en sus gestos y en su andar, pero la verdad era que siempre había vivido entre dos mundos. Aún lo hacía. Por eso es tan sencillo para los de su clase quedarse estancados en el medio, lo difícil es ser lo suficientemente despiadado para salir.

Se alejó caminando sobre sus manos y pies, el lodo de su cuerpo la hacía parecer un animal salvaje en la oscuridad, y bajo eso sabía que su piel estaba fría y gris como la de los muertos. No importaba lo que tuviera que hacer, jamás volvería a vivir entre las sombras.

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