1. Primera parte – Tesoros del día de la Victoria
La pareja que protagonizó ese beso icónico de la Segunda Guerra Mundial ahora veía el desfile de la victoria en la Plaza Roja junto con sus hijos y nietos. No podían creer haber sobrevivido esa época oscura y estar en ese lugar de pesadillas donde casi pierden uno de los dos pilares de la familia.
Vieron pasar primero al icónico Tanque T-34 el cual abre cada año los festejos flanqueado por banderas y modernos vehículos de defensa que nunca se han estrenado para sus fines, excepto por los drones y los robots recolectores de minas. El desfile termina con un despliegue de jets MiG-29 y Su-30 que hacen piruetas para armar y desarmar formaciones rápidas mientras dejan una estela de colores azul, rojas y blancas.
Luego del desfile, la familia se va a pasear por el Stariy Arbat a buscar algo de comer y caminar con dirección a su hotel para prepararse antes de asistir al espectáculo nocturno. Al curiosear por los artículos de las ventas, el veterano extranjero, se topó con una serie de puestos que tenían antiguos emblemas de guerra, cantimploras de soldados soviéticos, fotografías y cartas de desconocidos en varios idiomas. Mientras curioseaba vio algo que le detuvo la respiración. Un viejo maletín, su viejo maletín. No podía estar equivocado, reconocía bien el daño que le hizo al broche durante su primera batalla, ahí seguía. Ese maletín que había llevado en su mochila a escondidas de sus superiores la perdió en este mismo país antes de ser enviado al norte, a controlar la región del Lago Ladoga a las afueras de lo que hoy es San Petersburgo. El maletín sobrevivió y estaba en una tienda callejera. No pudo evitar sentir pena por el soldado ruso que se lo robó, al parecer no sobrevivió.
2. Segunda parte – Rayos de luz entre la oscuridad de la guerra
Llevaba dos años de estar en ese maldito congelador entre Finlandia y Rusia, cambiando de región según las "estrategias" siguiendo todas las órdenes a cabalidad, excepto una. Se suponía que avisara cuando pasaran los abastecedores de alimentos por el "camino de la vida", para arrebatarles o destruir la carga de granos y alimentos. Pero ver varias veces el hambre y debilidad de los niños al pasar al lado de la alambrada que mantenía presa a la gente de Leningrado no le permitía contribuir a la destrucción de los puntos de paso de los trineos y camiones.
Delataba de vez en cuando algún punto lejano al más reciente lugar de paso donde el hielo era más delgado y difícilmente cruzarían por ahí las mujeres que llevaban alimentos a la ciudad sin permitirse dormir ni descansar durante el trayecto por miedo a no llegar con la comida. Un día escondido entre las ramas de las araucarias del lugar, notó a tres soldados "enemigos" que se sentaban a comer un pan de color café verdoso que parecía lleno de moho. En realidad era el pan que inventaron los ingeniosos rusos de la mezcla más impensable. Su harina estaba hecha de corteza de abedul, aserrín, agujas de pino, pulpa de frutas, conchas y caparazones. Mientras comían esa mezcla con sabor a tierra se les notaba demacrados y cansados. Lamentaba no entender aún su idioma, ya que las únicas palabras de guerra que aprendió no sonaron en su conversación a murmullos.
Mientras los espiaba desde lo alto del árbol, notó que uno de ellos tenía dos chocolates similares a los que él llevo consigo en su pequeño maletín. Esos chocolates que debían ayudarle a sanar el alma cuando estuviera triste y débil, y que acompañarían sus lecturas de las cartas de amor que recibió antes de partir en el tren. Sintió que su corazón caía a su estómago. Eso quería decir que uno de esos soldados, probablemente el que repartía el pequeño chocolate de dos pulgadas de tamaño en tres partes, fue el que le robó sus pertenencias. Salvó su vida por suerte, pero perdió su viejo maletín con dos pares de calcetines limpios, las cartas que recibió esos dos años, el poco papel y sobres que le quedaban para mandar cartas, y sus primeros seis diarios de guerra. Pero los chocolates lo hipnotizaron. Nadie más trajo de esos chocolates a este lado del mundo. Ese debía ser el mismo tipo que le perdonó la vida al creer que no era un Nazi, porque usaba un uniforme distinto de otro soldado muerto.
Se sintió tentado a dejarse caer del árbol y pedirles... ¿pedir qué? Nadie le entendería y ahora sí lo matarían. Se contuvo del momento de locura y se quedó pensando en el pequeño maletín que llevó con nostalgia. Lo había preparado su amada antes de despedirlo con un dulce beso en la plataforma del tren que lo traía a este infierno.
Cuando acabaron de comer, los soldados se levantaron y se dirigieron hacia la alambrada. Notó como le dejaba el otro pequeño chocolate a una niña, la más pálida y débil de todas, quien no se creía el regalo que le dejaba el soldado ruso. Al parecer su maleta había estado ayudando a los más débiles. Definitivamente ese soldado ruso le daba mejor uso al que él le hubiera dado. Él compartía las miserias que tenía con sus compañeros y los niños hambrientos.
Fin.
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Varias historias al azar
General FictionEste libro recopila un segundo reto con mis compañeros de Sophos el cual consiste en ejercicios de escritura de dos historias cruzadas basadas en dos palabras previamente utilizadas, y también historias inspirados en frases o retos curiosos para exp...