La última opción

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El colegio de Hogwarts era mucho menos activo y menos colorido cuando no había alumnos correteando por los pasillos.

De alguna manera era extraño el cómo Hermione giraba su mirada a las paredes y lo único que veía era eso: paredes sin vida yacientes en el lugar donde siempre debieron haber estado.

Antes de la Guerra, ella había considerado el castillo como un segundo hogar, un espacio más donde ella podía sentirse segura y donde el simple hecho de observar la tenue luz del día atravesar los pasillos le hacía sentirse, de alguna, arropada del frío peligro que se avecinaba. Cuando ella salía de sus clases, en su mayoría de las veces le gustaba observar las barreras que protegían a todos los alumnos del mundo exterior, era como si el lugar tuviera vida propia y la mera intención de proteger a aquellos que resguardaban dentro.

Tal vez Hermione había considerado el castillo como una especie de alma danzante por las paredes de piedra que tenía el único propósito de cuidar a unos niños. Ella había encontrado seguridad ahí, llegando al punto de confianza de dormir con tranquilidad, solo esperando que Hogwarts la protegiera de todo el mal que estaba por venir.

Porque sabía que el colegio haría eso, el castillo preferiría morir antes de que lastimaran a uno de sus fiables alumnos. Es por eso que, cuando quedó destruido en la Batalla Final y, meses después arreglaron todo como si nunca nada hubiera sucedido, Hermione comenzaba a dudar si esa protección que ella había sentido en sus años anteriores volvería de nuevo.

Ciertamente, caminar mientras observaba las frías paredes del castillo y permitirle a su mente viajar más allá de las especulaciones, no era precisamente una buena idea. La morena le estaba dejando a su mente jugar con ella unos minutos antes de llegar al despacho de la directora, todo con el propósito de distraerla. A menudo le sucedía eso: no ponía resistencia en dejar que su mente diera vueltas, solo con el fin de alejarse de su realidad, de su maldita y cruel realidad.

La Guerra había terminado y la maldad se había desterrado. ¿Todos felices, no?

Ni una mierda.

Aún había algo que a ella le estaba fallando y realmente necesitaba encontrar una salida o se encontraría atrapada en el propio callejón que ella había creado. Hermione nunca creyó que tantas decisiones apresuradas —las cuales, afortunadamente, habían tenido éxito— la llevarían a su perdición.

Algunas veces, por las noches, la morena se pregunta qué habría pasado si ella hubiera decidido arreglar las cosas.

El qué habría pasado si hubiera puesto su propio bien antes que el de los demás. Tal vez la respuesta era que la Guerra aún no hubiera terminado y el caos aún reinaría por toda Gran Bretaña.

No era como que ella se considerara una persona de vital importancia para la existencia de la raza humana, pero era consiente de que su simple presencia había sido una enorme jugada para el triunfo del Bien; Hermione no quería presumir pero, sin ella, probablemente las cosas habrían sido diferentes.

Era por eso que no se arrepentía de las decisiones que había tomado: se había inclinado por interponer el bien de los demás antes que el suyo y eso había sido un enorme halago.

Era una lástima que ella misma se hubiera enterrado en su tumba.

Hermione suspiró y decidió que era momento de dejar atrás sus pensamientos y desvió las miradas de las paredes del castillo para seguir directa y firmemente hasta el despacho de Minerva McGonagall.

La oficina de los directores siempre había sido un misterio para mucho alumnos: algunos decían que era un espacio en el cual te volvías loco eventualmente luego de pasar demasiado tiempo dentro, otros más decían que dentro se ocultaban objetos de alta calidez mágica (tanto oscura como blanca), y algunas más solo decían que era un mundo desconocido que solo arraigaba su mente hasta hacerla añicos.

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