Los relojes que nacen rotos

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Ramiro siempre supo que se iba a suicidar.

Estaba en su código genético, en su naturaleza.

Quizá no lo haya sabido a los 4 años, cuando el cable del secador de pelos de su madre se rompió y las chispas interrumpieron el piso mojado del baño. Ramiro saltó fuera del agua casi instantáneamente y se puso a llorar. La madre estaba calzada y la situación no llegó a mayores.

Tampoco sucedió en un momento particular. Gradualmente las ansias de suicidio le empezaron a brotar en el cuerpo. Sintió cómo su sangre buscaba salir para tomar aire. A los 10 años, la cocina era una juguetería. Le era inevitable posar los ojos sobre los tramontina del cajón de cubiertos cuando buscaba los cubiertos para el almuerzo. Alguna que otra vez, disimuladamente y mientras nadie lo veía, tomó uno de ellos y presionó la filosa punta muy cerca de su corazón, para medir la fuerza necesaria que debía hacer hasta llegar a cometer su misión. Claro está que no se hizo ni una sola marca; descubriría al tiempo porqué no decidió llevar a cabo su plan final en ese momento.

A los 15 años, Ramiro llevaba una vida muy solitaria. Le escapaba a sus compañeros, a pesar que muchas veces estos lo incitaban para que se junte con ellos. No quería crearle una bomba de tiempo en el pecho a esos adolescentes; tarde o temprano tendrían que llorarlo en un cementerio y no veía maldad alguna en los jóvenes ojos de los chicos como para hacerles algo así.

Fue ese mismo año que tuvo su primera pelea, con puños y golpes. Sufrió mucho el dolor de los moretones que pintaron un paisaje violeta y negro en su cara. Los dolores en los huesos se le hacían insoportables. En los músculos ni hablar.

En la cama, sin poder moverse, entendió algo; su suicidio debía ser rápido, indoloro, sin rastros. Quizá por eso no optó el darle paso al dentado cuchillo hacía 5 años atrás. La sangre y el desvanecimiento dejarían un enchastre, y de verdad que no quería complicarle la vida a nadie intentando eliminar las rojas manchas de la alfombra.

Le escapó a las mujeres hasta el último día. Ramiro tenía su facha, era de pelo corto, estatura media, de ojos oscuros. Le ocurría igual que con sus compañeros de secundaria; ¿porqué someter a alguna de esas mujeres a que sufran el infortunio del destino que Ramiro ya tenía pactado consigo mismo?.

Nunca le dijo acerca de su latido suicida a nadie. Una vez llegó a tener una mínima relación con Augusto, un chico de la secundaria al que nadie le daba pelota. A Ramiro se le escapó una vez que él no necesitaba saber que estudiar porque nunca iba a llegar a hacerlo. Augusto lo miró y le dijo “no seas boludo”. Ramiro entendió y se felicitó a si mismo por nunca haber hecho extensible su instinto suicida en el pasado. La reacción no iba a ser otra que esa misma que había tenido su compañero.

Fue a los 20 que encontró la tercera pista de su suicidio; si se iba a terminar en algún momento, necesitaba dejar aclarado en un papel sus motivos. Pocos, válidos quizá sólo para él pero motivos al fin.Hizo varios borradores de su nota de suicidio. Los dejó sin fecha; el sabía internamente que la muerte le iba a golpear la puerta en el momento exacto. Los primeros borradores tenían un sin fin de palabras agregadas. Eran textos largos, confusos, con inventivas para darle a su suicidio un sustento mucho más rico y lógico, hasta que empezó a resumir a lo más esencial. Se quedó con un par de frases y las anotó con una lapicera azul en una pequeña hoja. Lo guardó en su cajón, al lado de su cama. Ya tenía un buen punto resuelto.

A pocos días de cumplir los 22 años, se enteró por las noticias que un hombre había muerto ahogado en su auto por los humos que el caño de escape largó hacia adentro. El noticiero, amarillista, contó detalles de su muerte, y comentó “Lo rescatable de todo esto es que no sufrió”. ¿Asique no sufrió? Y no deja marcas… era perfecto. Ramiro tomó el papel en el que había anotado sus últimas palabras y anotó detrás “Auto – humo – muerte”. Así recordaría por siempre su decisión.

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