La maldición del espejo

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Lo que estoy a punto de contar no es una simple historia de terror, sino algo que sucedió realmente en mi familia. Varios de aquí reunidos, los más cercanos a mí, sabrán bien que evito a toda costa reflejarme en espejos; esta es una práctica que lleva en mi circulo familiar varios años, desde que mi madre era pequeña.

Todo empezó con mi abuelo.

Como todos saben, somos propietarios del bar Milflores y fue él su primer dueño.

Cuenta mi abuela que mi pobre abuelo había estado enfermo desde pequeño, tenía altas y bajas en su estado de ánimo según la temporada del año en que se encontraran. Los inviernos solían estar acompañados de una mayor actividad y energía que en primavera, cuando podía llegar a pasar días acostado en cama sin hacer otra cosa más que lamentarse.

Desde su adolescencia había sido diagnosticado y tratado diligentemente, por lo que su enfermedad se encontraba mayormente bajo control. Sin embargo, a veces algunos estresantes podían llegar a causar pequeñas crisis con potencial de crecer y convertirse en una situación muy peligrosa.

Cuento esto como forma de argumentar que lo que sucedió no tenía razón lógica de ser.

Mi abuelo acababa de pasar una temporada medicado y vigilado por una rutinaria crisis de manía durante las fiestas de Navidad. Llevaba un mes y medio tranquilo, completamente estable y había regresado al trabajo en el bar. Dicen que todo iba viento en popa, no había ni un solo indicio de que se le fuese la olla una vez más en esa época.

Hasta que regresó a casa pálido como sábana blanca y tan nervioso como una gelatina.

—¿Has visto un fantasma? —preguntó mi abuela de broma y tras la respuesta negativa de su esposo, lo dejó pasar. O eso le hizo creer.

Esa fue la primera noche en que mi abuelo despertó a todo el vecindario con fuertes gritos en sueños. Al despertar contó a su esposa que había soñado con que una entidad extraña entraba a su habitación, tomaba asiento en la silla frente a la cama y lo observaba atentamente. Luego, tras un falso despertar, volvía a ver la silueta en el mismo lugar. Se decía a si mismo que era un sueño y volvía a despertar, solo para encontrarse al ente en esa exacta posición.

No pudo recuperar el sueño después de eso y con buen motivo.

La segunda noche mi abuela se despertó gracias a los gritos y delirios de su esposo, quien intentaba mantener cerrada la puerta de su habitación, empujando inútilmente con todo el cuerpo la madera como si alguien lo forzara en dirección contraria.

—No hay nadie ahí, vuelve a dormir —le dijo desde la cama y le hizo regresar a las cobijas.

Lo siguiente fue una serie de erráticos actos de alguien con pánico y delirio de persecución. Mi abuelo dejó de dormir, rara vez se quedaba solo, buscaba compañía en todo momento y recurrentemente se encontraba mirando a su alrededor con miedo y sospecha, antes de dormir revisaba la casa, el entorno, hasta debajo de la cama y los armarios. Se quedaba dormido un par de horas y se despertaba gritando justo como ya empezaba a ser rutina.

Mi abuela, preocupada, acudió a su psiquiatra y ambos decidieron que se trataba de una crisis de psicosis, lo mejor era mantenerlo ingresado hasta estabilizarlo.

En ese entonces, mi madre ya había nacido y contaba con un par de años, y como mi abuela trabajaba también en el bar y en otros asuntos de su propio interés, contaba con la compañía de Petra, una joven de pueblo que le cuidaba a su hija y se ocupaba de otras tareas de la casa.

Mientras mi abuelo no estaba, las tres decidieron dormir en una misma habitación. En realidad, fue idea de Petra, porque decía que escuchaba ruidos extraños provenientes del cuarto de mi madre en la madrugada y temía que no estuviese completamente a salvo. Mi abuela, bruja a más no poder, tomó esas palabras con mucha más importancia que las de una simple joven con exceso de imaginación.

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