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Una radio en un camarote de tren es encendida en medio de la noche, era vieja y algo polvosa, pero mantenía su audio claro a pesar de los años.
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❝ ¡Hombre, usted que está cansado de largas jornadas de trabajo —anunció con deje de entusiasmo el locutor— y no sabe dónde relajar los adoloridos músculos! Señor de dinero, usted que busca entretenimiento de primero, deje de malgastar su dinero y venga al famoso y renombrado 'Naichingēru no Barādo', los señores Hamada prometen lo mejor de lo mejo–❞
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—¡Calla tu pendeja radio, Leo!, mañana llegamos a nueva ciudad y tú con tus chingaderas, na'más no das una en el trabajo y te regreso con la abuela —regaño con pésimo humor un joven que estaba al lado derecho de la cabina.
El antes mencionado acato la orden y apago el aparato, se recostó en su almohada de modo que pudiera ver las estrellas por su ventana... «Las Vegas...», pensó en forma de suspiro, esperaba con grata fe que su vida cambiara de buena forma —y encontrar una que otra aventura—.
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"¡Ah!", como dijo Nando, su hermano, cuando llegaron: ¡Las Vegas, Nevada!, lugar donde hueles glamur, dinero, estrés de trabajadores y el nada legal alcohol de "peces gordos". Donde las calles están llenas de flappers que sonríen sin censura y señores con puros en lugar de bocas.
Leonardo San Juan, un jovencito de 23 años recién cumplidos, piel canela un poco clara, de buena altura, cabello medianamente largo color almendra, ojos cafés aún soñadores, sonrisa amigable y un físico de cierta manera atractivo; y por parte su hermano, Fernando San Juan, de físico parecido, pero ligeramente más alto y un tanto más tosco por ser mayor, cumplían aproximadamente tres o cuatro semanas desde su llegada.
Residían en una casa un tanto cerca al centro de la ciudad, cortesía de Don Andrés —un pariente y amigo de la familia—. Retomando lo anterior, las manecillas del reloj apuntaban las 6:30 de la tarde, el menor de los San Juan preparaba la cena un tanto frustrado y no, no porque se le hayan quemado los frijoles, el caso era que con esta ocasión era la cuarta vez que lo despedían de su empleo, rompiendo su récord de tres días siendo ahora dos. Suspiro cansado, se auto entristecía haberle fallado a su abuelita —o casi por completo— y Nando, bueno el...