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Heather:

Siempre he sido de la idea de que el amor, tal como nos lo venden, es una farsa monumental. Sí, exactamente como lo leen. Nos dicen que amar es sinónimo de felicidad, de plenitud, que es perderse en el abismo de los ojos de otro y estar dispuesto a sacrificarlo todo. Qué absurdo.

Pero si despojamos al amor de su manto de idealización y lo observamos bajo la luz cruda de la realidad, nos damos cuenta de que es una mentira descarada. El amor no es más que angustia, un desprecio profundo hacia uno mismo y un placer casi sádico por el ridículo. Es un acto de autohumillación, una serie de reacciones químicas que nos arrastran a un callejón sin salida.

Esa es la razón por la que siempre he evitado involucrarme en cualquier cosa que huela a romance. Prefiero no dejarme llevar por los sentimientos. No es que tenga un historial de desengaños amorosos; simplemente, soy así. Siempre lo he sido. Entonces, ¿qué diablos estoy haciendo aquí, en una cita con alguien que apenas conozco y que ya me ve como la novia ideal?

"Siempre quise una novia como tú", dijo, y yo no supe si reír o salir corriendo. ¿Cómo puede alguien tener tan poca estima por sí mismo como para exponerse de esa manera? ¿Y de dónde saca la confianza para pensar que yo podría sentir lo mismo?

No sé si su intensidad me asusta o si sus ilusiones me dan ganas de reír.

Suspiro y niego con la cabeza mientras el agua fría del grifo corre entre mis dedos. Me lavo el rostro, intentando convencerme de que sería de mala educación huir ahora, aunque es lo único que deseo. No es que él me desagrade, pero tampoco puedo decir que me agrade. Es su culpa, sí, pero también es cierto que mi madre no me crió para ser descortés. Así que, por más que quiera mandarlo todo al diablo, me quedo. Cuanto antes termine esto, mejor. No quiero ser cruel.

Me miro en el espejo. Mis ojos azules reflejan una mezcla de diversión y agonía. He borrado el rastro de mi lápiz labial y el viento ha jugado con mi cabello. A pesar de todo, no me veo mal. Pero hay un rictus de tortura en mi rostro que no puedo ocultar.

—Bien, Heather —me digo a mí misma después de asegurarme de que el baño está vacío—. No seas dura con él. Termina la cita y luego... bueno, quizás sea hora de considerar un cambio de continente.

¿Mudarte de continente? ¿Por qué no del planeta mientras estás en eso?

Ahí viene mi conciencia a complicar las cosas.

¡Lo haría si pudiera, maldita sea!

Eh, no me insultes. Soy tu conciencia. Somos la misma persona.

No te estoy...

Niego con la cabeza, apartando esos pensamientos intrusivos. Estoy perdiendo la cabeza. Hablo sola. Necesito un psiquiatra... o tal vez a un exorcista.

Me lavo la cara una vez más, tratando de borrar esa expresión de muerte viviente y silenciar la voz interior que me insta a escapar por la ventana del baño. Considero la idea por un momento, pero podría acabar con un brazo roto, y prefiero mantenerme entera. Me giro para tomar una toalla, sintiéndome un poco más calmada, pero entonces la puerta del último cubículo se abre y, por el susto, doy un salto hacia atrás.

"¿Qué demonios...?"

Un chico alto, de cabello castaño y ojos color miel, me mira con una ceja arqueada. Intento procesar qué hace un hombre en el baño de mujeres.

Mi primer impulso, es, sin duda, querer gritar. Pues un tipo estaba en el mismo baño que yo, completamente desprotegida y vulnerable, y he visto suficientes escenas de terror para saber que esto no iba a terminar bien.

Perdiendo el control | Andy Roth MarieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora