Diles que no me maten

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-¡Díles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Asídíles. Díles que lo hagan por caridad.-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.-Haz que te oiga. Date tus mañas y díle que para sustos ya ha estado bueno.Díle que lo haga por caridad de Dios.-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya noquiero volver allá.-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.-No. No tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho conellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Esmejor dejar las cosas de este tamaño.-Anda, Justino. Díles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso díles.Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:-No.Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.-Díle al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lopoco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y alcabo él debe de tener un alma. Díle que lo haga por la bendita salvación de su alma.Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta lapuerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mimujer y de los hijos?-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y verqué cosas haces por mí. Eso es lo que urge. Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguíatodavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Habíahecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido.También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahoraque sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandesde vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tanenterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a donLupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sinoporque tuvo sus razones. El se acordaba:Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas sucompadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de laPuerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para susanimales.Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, enque vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre yque su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fuecuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta lasparameras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe,que mandó tapar otra vez la cerca, para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrirotra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir,mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquelganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo.Hasta que una vez don Lupe le dijo:-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.Y él le contestó:-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen suacomodo. Ellos son inocentes. Ahi se lo haiga si me los mata.  "Y me mató un novillo."Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yoen el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di aljuez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía despuésse pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modosme perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito queyo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nueraIgnacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso deberíaestar olvidada. Pero, según eso, no lo está."Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. Eldifunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavíade a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos selos llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había quetener miedo."Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado paraasustarme y seguir robándome. Cada que llegaba alguien al pueblo me avisaban:-"Por ahí andan nos fuereños, Juvencio."Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome losdías comiendo sólo verdolagas. A veces tenía que salir a la medianoche, como sime fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fuetoda la vida".Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en elolvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaríatranquilo. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajoimaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelearpara librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un ladopara otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por serun puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andarescondiéndose de todos.Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día enque amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó porla cabeza la intención de salir a busarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada nicon quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se fuera como se le  había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba paracuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lomataran. No podía. Mucho menos ahora.Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaronamarrarlo para que los siguiera. El anduvo solo, únicamente maniatado por elmiedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, conaquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir.Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago, que lellegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia porlos ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía quetragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza sele ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, nopodía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar algunaesperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro JuvencioNava y no al Juvencio Nava que era él.Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. Lamadrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierraseca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí,debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida.Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberlaprobado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándolacon los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi quesería el último.Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él.Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho dañoa nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se losdiré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero noquería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose yagachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida enque todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna.  Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa.Pero ellos no se detuvieron.Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo.Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos seiban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningúnmodo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían yla milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquelloshombres como en un agujero, para ya no volver a salir.Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que losoltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separabande él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno delos bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual,como si hubieran venido dormidos.Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar laesperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primerascasas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el colornegro de la noche.-Mi coronel, aquí está el hombre.Se habían detenido delante del boquete de la puerta. El, con el sombrero en lamano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:-¿Cuál hombre? -preguntaron.-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de alláadentro.-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento queestaba frente a él.-Sí. Díle al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hacepoco.-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.  -Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.-¿A don Lupe? Sí. Díle que sí lo conocí. Ya murió.Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:-Ya sé que murió -dijo. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá,al otro lado de la pared de carrizos.-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron queestaba muerto. Es alto difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemosagarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó."Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una picade buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que,cuando lo encontraron, tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendoel encargo de que le cuidaran a su familia."Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no seolvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su almapodrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no loconozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, meda ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debíahaber nacido nunca."Desde acá, desde afuera, se oyó bien claro cuanto dijo. Después ordenó:-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito,derrengado de viejo. ¡No me mates...!-Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Mecastigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido comoun apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. Nomerezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No memates! ¡Díles que no me maten!Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra latierra. Gritando.En seguida la voz de allá adentro dijo:-Amárrenlo y dénle algo de beber hasta que se emborrache para que no leduelan los tiros.Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón.  Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahoraotra vez venía.Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no sefuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que nodiera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, deprisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio deldifunto.-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara ycreerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote, cuando te veancon esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.  

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