El Cristo en pedazos

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Todos los domingos hacía la misma caminata y como siempre solo, desde donde vivía hasta la catedral metropolitana, aunque la distancia fuera extensa y terminara exhausto; sentía que caminar me hacía bien, o al menos disipaba en mucho el cúmulo de ansiedad aposentada en mi interior. Buscaba a como diera lugar exorcizar el lastre de mis innumerables y flagelantes vacíos; en el fondo trataba de huir de mí mismo envolatando entre ese paisaje urbano la inminente depresión en que me encontraba inmerso, la misma que día a día ganaba terreno y se posiciona en mí, alejándome del resto del entorno y calando negativamente en mi mente, para mayor deterioro de mi psiquis.

La vida me había golpeado y duro, ahora era una veleta azotada por los vientos cambiantes que a lo lejos como una gran tormenta apenas se veía venir y con mayor fuerza, entre nubarrones oscuros que no ayudaban en nada la deteriorada salud mental que me anegaba;  la que ya venía viéndose reflejada en mi físico y somatizada en evidente deterioro, la soledad y el peso de la enfermedad que como un cáncer me carcomía por dentro; de hecho en ese momento no sabía ni calculaba el tamaño del enemigo a que me enfrentaba a diario y que solo iba haciéndole campo a su brutal arremetida, la que paulatinamente minaba mis fuerzas, nublaba la perspectiva y las ganas de vivir. Incluso tampoco sabía su nombre clínico, menos sus devastadores efectos, solo los iba acumulando y descubriendo en la medida que deterioraba inmisericorde mi frágil condición.

Atrás habían quedado los días de esplendor, en el que mi espíritu boyante daba rienda suelta al histrionismo, hacía derroche de alegría y gala de entusiasmo, llenando los espacios de mi entorno con empática alegría, alimentando un espíritu trasgresor, ávido de aventuras, en las que cándido e impetuoso me incitaba a comerme el mundo a bocanadas, pero eso era pasado. La vida dio un inesperado giro y me lanzo a la parte oscura, donde habita la desolación y la tristeza, al limbo tétrico de los tiempos malos por donde uno aunque no quiera;  debe pasar, quizá para repasar lecciones no aprendidas, y si es posible; aprenderlas en duelo aguerrido debía nadar contra corriente y con suerte sobrevivir a sus brutales embates.

Ese domingo en particular mis aflicciones amanecieron calmadas, quizá una simple tregua o dándole un generoso respiro a las trepidantes arremetidas de los días pasados, la apatía apenas si me permitían trabajar. Obligado lo hacía para pagar el alquiler y comer cuando el estómago me lo exigía o al menos me recibía, obviamente sin nada de apetito; creo que era el instinto de conservación imponiéndose, exigiendo alimento para poder sostenerme en pie. Había cambiado varias veces de trabajos, como consecuencia de la inestabilidad emocional que se hacía evidente y no tardó en hacerse notoria la tristeza, brotando por mis apagados ojos al igual el decaimiento y el aislamiento que terminaba por incomodar a quienes me rodeaban, optando en esa medida a renunciar e irme a buscar donde camuflarlo el trasfondo patetico de mis males entre trazas engañosas de seriedad, introversión y lecturas.

Me levanté temprano, luego de un tinto y una ducha emprendí la larga y desgastante caminata hasta la catedral, varios kilómetros al otro extremo del modesto barrio donde vivía. Me había acercado a Dios como lo hacemos casi todos cuando atravesamos malos tiempos o en su defecto la fortuna nos da la espalda, y aunque siempre atice mi fe en él. Fue la misma que subyace perenne, así no fuera muy consistente, más bien dispersa y acomodaticia a las necesidades del credo en el fortuito devaneo de los tiempos turbulentos.

Avanzaba a paso lento, tratando a priori de concentrarme en lo que mis ojos podían abarcar, en este singular paisaje citadino con su cúmulo de abarrotados edificios y calles de hormigón, cableados aéreos, semáforos, letreros comerciales y de señalización, algunos autos o la poca gente que circula a esa hora de la mañana, apenas despuntando el alba y despabilando del letárgico amanecer en ese perezoso domingo.

De frente a mí se alzó imponente una mole de puente elevado que atravesaba la autopista, aparentemente era nueva o al menos eso percibí a la distancia. Antes de entrar en él, dirigí mis pasos a uno de los costados junto a la baranda metálica pintada de amarillo. Tenía claro que debía orillarme, en salvaguarda de mi integridad física, dado la velocidad de los raudos autos y aunque el vacío a los lados me produjese vértigo, procuraba no mirar hacia abajo, avanzaba a paso ligero en procura de superarlo lo más pronto posible; ante el inminente riesgo que representaba.

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