Cabalgaba con las piernas encogidas, agitando suavemente las riendas ubicadas en el lomo del poni. Cada cierto tiempo alzaba la cabeza y contemplaba los incontables maizales y huertos que se extendían a lo largo de la planicie hasta alcanzar un horizonte ensombrecido por bosques brumosos que descansaban sobre este cuales gigantes dormidos.
Por una milla o más, la carreta continuó su marcha de la misma manera; el niño medio dormido, el hombre contemplativo, el poni siempre al mismo ritmo. El sol se levantó, al principio como una suave bola amarilla, luego, como un disco de bronce pulido. Árboles, campos de maíz, granjas, pastizales, caballos y obreros entre maizales segados, todos ellos aparecieron de repente bañados por una suave luz que se transfiguraba. Objetos distantes, torres pequeñas, chimeneas humeantes y chapiteles de pueblos se dibujaron levemente en la escena. El sol corría velozmente por la planicie persiguiendo líneas de sombras oscuras. Una bandada de perdices daba saltitos y ajeaba, para luego dispersarse como un abanico negro y desvanecerse. Las espigas de cebada ondeaban brevemente y con suavidad en aquellos lugares en los que las perdices bajaban a tierra. Lentamente, los bosques comenzaron a distinguirse, los árboles formaban una línea recta e ininterrumpida y luego, el rocío se hizo presente en muchísimas gotas brillantes, dándole así una renovada apariencia de vida a los áridos campos, colgando de los árboles como los aros de una dama y cubriendo como con una cáscara de vidrio todas las cerezas negras y carmesí que se hallaban a un costado del seto. Al poco tiempo, todo el paisaje se encontraba bajo una cálida calma: la bruma se había dispersado sigilosamente y en silencio, sin la ayuda del viento, y los árboles parecían encorvarse por una carga invisible de aires pesados y el toque alegre de la época de maduración del año.