DreamLand

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Las pesadas cadenas cayeron al suelo con un ruido sordo, el grupo de chicos entre quince y dieciocho años se amontonó a su alrededor entusiasmados por lo que venía a continuación. Todos excepto Thomas.

Él era el más joven del grupo: acababa de cumplir los quince años.

—No estoy muy seguro de querer entrar —dijo.

Los chicos lo ignoraron y, empujando todos al mismo tiempo, lograron abrir la pesada puerta oxidada por los años. Uno a uno entraron al parque de diversiones abandonado de su ciudad: DreamLand. Ese parque había sido la diversión familiar por generaciones hasta que cerró inesperadamente.

La leyenda decía que un niño había muerto en la Casa de los Espejos.

Reunidos en un circulo, los cinco muchachos comenzaron a hablar.

―Muy bien ―dijo en mayor del grupo―. ¿Trajeron sus linternas?

Inmediatamente cinco luces se iluminaron unas con otras. El nerviosismo y la emoción subieron por los cuerpos de los muchachos en cressendo, explotando en todos como un sonoro grito de guerra. Comenzaron a caminar por el largo camino de piedras y maleza que antaño fue el estacionamiento el cual conducía a la taquilla para comprar los boletos para así colarse dentro del parque. Las luces de las linternas revelaban un entorno en mal estado, habían plantas enredadas en todas partes y una fina capa de moho cubría todo. Al llegar a la taquilla, Thomas alzó inconscientemente su linterna e iluminó las letras del nombre del parque. Ya no se leía "DreamLand", la R, la M, la L, la segunda A y la N se habían caído y estaban oxidadas en el suelo. Thomas pasó su vista por las letras restantes. D. E. A. D. Dead.

―Chicos... ―llamó―. Creo que deberían ver esto.

Sus compañeros de excursión llegaron a su lado y Thomas les señaló el letrero que antaño había sido de múltiples colores. Para su mala suerte, ellos dirigieron su atención a las letras del suelo ignorando el letrero que les daba la bienvenida.

―Suficiente con estar aquí afuera ―dijo un chico un año mayor que Thomas.

―El rubio tiene razón. Entremos ―apoyó otro.

Los chicos saltaron al otro lado de la taquilla y apuntaron con sus linternas a todas partes, asombrados por el tamaño del parque. Un carrusel oxidado estaba en diagonal a una noria gigante, puestos de palomitas y de algodón de azúcar se hallaban tirados en el mugroso suelo. Las atracciones como La Casa Embrujada y La Casa de los Espejos tenían las entradas cubiertas por tablas no muy firmes.

―Definitivamente valió la pena escaparme de casa ―dijo el cabecilla del grupo―. ¿Ustedes qué opinan?

Varias voces hicieron coro de una afirmación, pero Thomas no dijo nada. Tenía un nudo en la garganta y sentía que en cualquier momento iba a mojar sus pantalones, el aire del parque de diversiones era más pesado con cada segundo que pasaba y Thomas no podía quitarse la sensación de estar siendo vigilado.

―¿Thomas? ―preguntó el cabecilla del grupo.

―S–sí, por supuesto. Valió la pena ―dijo Thomas a punto de llorar de pavor.

―¡Anda! Al parecer nos ha acompañado una señorita ―dijo el chico rubio que los había apurado a entrar.

Todos se rieron.

―Que vaya a la Casa Embrujada solo ―dijo otro chico.

―No ―dijo el cabecilla del grupo―. Vamos a ir todos. No se sabe, tal vez encontremos cosas interesantes. Pero Thomas irá a la cabeza.

Todos estuvieron de acuerdo con el plan y entre dos muchachos de diecisiete años, sujetaron a Thomas por los brazos. El chico no se opuso a nada, entre más rápido saliera de ahí mejor. Llegaron a la puerta entablada y le fueron desprendiendo una por una las endebles tablas de madera, estaban a punto de entrar, en realidad, la puerta estaba abierta de par en par y las luces de las linternas mostraban un panorama nada favorecedor; bisagras y animatronics estaban esparcidos por todo el suelo, telarañas falsas y verdaderas se mezclaban unas con otras.

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