Iscariote

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Vino alterado, con mirada perdida, de locura. Pensé: "viene a agradecerme el haberle presentado a la que es su mujer; haber estado siempre a su lado, apoyándole en todo; pedirme perdón por haberme tratado con mezquindad, ignorándome luego sin darme explicaciones... Haber pasado de llamarme "su mejor amigo" a tratarme con total desdén...". No era el caso, siempre fue de los que prefieren cortarse una pierna y comérsela cruda a aceptar su parte de culpa o hablar las cosas para arreglarlas; amén de que también era la personificación del dicho -si me perdonan la vulgaridad- "tiran más dos tetas que dos carretas". Mientras las gafas le resbalaban por el tabique nasal a causa del sudor parecía arrepentido, sí, pero solo porque una serie de supuestos "demonios que le hostigaban susurros horribles de injurias y traición" le tenían aterrorizado, día y noche, sin tregua... Pero ni con esas había cambiado un ápice, pues su evidente egoísmo y prepotencia que rozaba la megalomanía, el querer culpar a otros de sus errores y su excesiva holgura -visto así, pareciera que los "demonios" me hiciesen un favor, pero no desearía tal final ni al peor de mis enemigos- permanecían arraigados en él. Al final de nuestro encuentro él parecía menos dispuesto a tratar de pedirme ayuda o siquiera a convencerme, pues sabía que yo no podría ayudarle, que su arrepentimiento era fruto del miedo, que no le creería y que su inevitable final estaba escrito en piedra... Pero era un grito ahogado de auxilio, como la víctima conmocionada de un atraco, que otea a su alrededor buscando ayuda y encontrando solo miradas furtivas de morbosidad sin nadie que quiera inmiscuirse.

Desapareció de nuevo, nadie lo denunció y solo el hedor hizo que le encontraran ahorcado con cara de total pavor en su habitación, maniatado a la espalda y cuyo único acceso eran puertas cerradas desde dentro y una ventana con barrotes sin señal de haber sido manipulados. En ese momento su mujer estaba en paradero desconocido.
El caso se cerró sin resolver y sin siquiera investigarse a fondo, pues era el ejemplo perfecto de paradoja: no pudo hacerlo sin ayuda, pero tampoco pudo haberlo hecho nadie.

En la pared se leía en sangre de la víctima –aunque no presentaba heridas–: «Es aquél a quien yo dé el pan que voy a mojar. "Juan, 13:16"», bajo su camisa negra ensangrentada pero sin un rasguño tenía tallado en el pecho "יהודה " -Judas en hebreo original- y a sus pies había 30 Tetradracmas de plata que, aunque pareciese imposible para una moneda auténtica de más de 2000 años, parecían recién acuñados. Cualquier numismático experto trataría de falsos por su estado al parecer recién amonedados, pero tras un minucioso estudio se tasaron indiscutible e inexplicablemente como auténticos.

En cuanto a su mujer, que era incapaz de estar sola o de resolver un puzzle de dos piezas en menos de 10 minutos y por ende, menos aún de orquestar semejante escenario que hasta el mismísmo Hércules Poirot dictaría de crimen perfecto ya que rozaba lo inexplicable y sobrenatural; jamás apareció.

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