Epílogo

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No estaba segura de si subirlo. No estoy convencida de que el final no quede mejor sin él. Pero ya que lo escribí, aquí lo teneis. 

Y qué decir. Me ha gustado escribir sobre Issy. Sobre ella y un chico erizo que necesitaba crecer. Me ha gustado escribir, por primera vez, una historia basada en una relación que no es BL. Ya lo hice con Alex, sí, pero no así. Me quedo con la sensación de que es una historia simple si la comparo con la última que escribí: Ojos bicolores. Pero aún así me ha gustado. Ahora toca terminar de una vez La venganza de un hijo, que se lo debo y me lo debo a mí misma, y planificar qué haré después. Me han pedido que continúe con la serie Douglas, pero creo que ya queda cerrada. Quizás escriba algún otro especial como el de la luna de miel de Chris y Keith, pero no una nueva novela. Tengo algo en mente, y un poco trabajado, que en algún punto seguiré. 

Un abrazo a todos y muchas gracias a todos aquellos que han dejado su apoyo. A @Mistis81, @Hannadorama, NairaWes, @nyasubi, @SolanyiNoesi5, @MarthaQuirozCarlos, @161212marce, @anillo001, @anniebae91, @Violeth13, @kattitaelf, @LindaGoergina, @lizparedes01, @Lunitaelix, @wendy3Op, @yavecaba. 

Seguramente me dejo a alguien, porque es dificil ir uno por uno. Mil perdones si fue así, y lo remediaré en cuanto me lo comenteis. 



EPILOGO

Hay cosas que se quedaron sin contar. Cosas que cerraron algunas historias tristes y otras felices. Cosas como aquel domingo cualquiera cuando Keith recibió entre sus brazos un hermoso niño de mirada triste pero esperanzada. Chris, a su lado, sintió su corazón palpitar de nuevo. Se llamaba Marco y tenía unos preciosos ojos azules. Tampocó se habló de como un mes de febrero Alexander Douglas lloró por segunda vez en su vida, en un hospital madrileño, cuando nació su primera hija, Alma. Era una niña hermosa y pequeña que fuera de los ojos de su padre se presentaba al mundo con la piel arrugada y sonrojada de un recién nacido. Años después, en una Navidad especialmente fría, Olivia moría en su habitación. Lo hizo mientras dormía, cuando su corazón decidió que ya había luchado lo suficiente. Sus hijos lloraron junto a su tumba, con las manos entrelazadas y las miradas veladas por el dolor.

Muchos años después, cuando Samuel creyó sus heridas cerradas, viajó junto a Isabella a México. Aterrizaron un soleado viernes en Ciudad de México, donde visitaron la catedral y el Museo de arte. La Plaza de los mariachis y el Zócalo. Tres días después volaron hasta el aeropuerto de Morelia en un avión pequeño y casi vacío. Samuel le enseñó aquella Plaza de armas que de noche se iluminaba junto a una de las catedrales más hermosas del mundo. Con sus torres de cantera rosada y sus encendidos de color y fuego. Caminaron por aquella avenida central que vibraba con vida y gentío, con sus portales y sus edificios de roca antigua y colonial. Samuel le enseñó aquel Seminario donde Hidalgo, héroe de la independencia mexicana, fungio como rector. Él la llevó al pequeño rincón de la Meseta purépecha donde, decían, había vivido la abuela Coco. Y allí ambos probaron aquel mole picante y rico que hizo llorar y sudar a Isabella.

Samuel no quiso visitar aquel barrió donde una vez vivió. Quizás ya ni siquiera existía la vieja casa que una vez le dio techo, pero por mucho que Isabella preguntó, él ni siquiera se atrevió a señalarlo en un mapa. Sí que le enseñó otros lugares, no obstante. Como aquel pedazo de río donde una vez se escondió tras robar una bolsa especialmente llena de dinero. O como aquel comercio donde Don Jaime solía llevarles a comer tacos y enchiladas. Le habló de aquellos niños que aprendieron junto a él cómo sobrevivir de la caridad ajena. Le habló de noches lluviosas cuando el sonido sobre un techo de metal era casi insoportable. Le habló de tormentas eléctricas y de rayos que se estrellaban contra las torres de la catedral. Samuel habló y habló de aquello que había querido olvidar junto a los malos recuerdos. Pero era su memoria de aquel lugar una parte de su vida que moldeó, para bien o para mal, aquel hombre en el que después se convirtió.

Todo pareció cambiar, además, cuando ellos llegaron. Los primeros fueron dos gemelos idénticos. De cabellos castaños y ojos oscuros. Se llamaron Liam y Andrew, y ambos heredaron el carácter travieso de su tío y los ojos de su padre. Compartieron además aquel humor negro que parecía caracterizar a buena parte de los Douglas, e Isabella finalmente tuvo que rendirse a la evidencia: ellos eran como sus tíos. Después vino ella, Olivia, con sus grandes ojos grises y sus cabellos rubios. Sería el ojito derecho de su padre, y su eterna preocupación. Un verano, justo después de cumplir los dieciseís años, les presentó a su primer novio. Samuel lo odió, por supuesto, y cuando Issy se rio de él, Samuel solo aludió al divino derecho paterno de odiar a todos los pretendientes de sus hijas.

Vivieron su vida tal y como esta les llegó, sorpresiva y tempestuosa por momentos. Una vez Isabella le acusó de engañarla, y él dejó la casa por toda una semana. Fue ella quien tuvo que disculparse, sabiéndose culpable de haber roto aquel pacto de confianza mutua. Él nunca la acusaría de nada semejante, sabiéndola y conociéndola bien. Comprendiendo dónde residía su lealtad y su amor, y suponiendo, finalmente, que a pesar de sus dudas, sí que podía ser alguien realmente digno de amar. Ella lo amaba, después de todo. Igual que su familia.

Y Samuel fue feliz. Allí, en aquel pequeño rincón de Texas que les pertenecía, y donde quiera que fueran después. Y si sus memorias continuaron acompañándolo toda su vida, Samuel llegó a aceptarlas por aquello que eran: una parte de sí mismo que sanaba dejando cicatrices invisibles. Llegó a amarlos a ellos también, a los que se habían convertido en su segunda familia. Estaban aquellos Douglas rubios que portaban sonrisas cínicas, y también aquellos otros que simplemente lo abrazaban cada vez que se encontraban. Estaba un chico moreno y amable al que Issy una vez amó, y otro pelirrojo que parecía llevar el fuego allí donde estuviese. Samuel los quiso a todos. A los más jóvenes y a los mayores, a los que la distancia les separaba y aquellos con los que compartió parte de su vida. Los quiso a todos por igual, como una especie de extensión de quien ellos eran. Y bajo las luces tenues de una noche de verano español, él así se lo dijo a ella. Y ella, Isabella Douglas, sonrió y le besó. Sabiendolo y conociéndolo también. Y amándolo como solo ella lo llegó a amar.



LA HISTORIA ESTARÁ DISPONIBLE HASTA  EL DÍA 18. DESPUÉS LA SUBIRÉ A AMAZÓN COMO TODAS LAS DEMÁS. SI ALGUIEN NECESITA MÁS TIEMPO POR CUALQUIER CUESTIÓN, PUEDE COMUNICARSE CONMIGO SIN PROBLEMAS ^^. 

¡ABRAZOS Y HA SIDO UN PLACER COMPARTIR ESTO CON TODOS VOSOTROS! 

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