PIANO Y LUNA

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En una pieza oscura un piano de cola brilla suavemente con luz propia. Si corriera las cortinas de felpa color burdeos vería la luna, y sus rayos inundarían la pieza que me perturba. Pero no lo hago, si abriera las pesadas cortinas quedaría expuesto –sin ninguna posibilidad de ocultar mi presencia– a la vista del hombre viejo que acaba de entrar. Ese es el primer sueño. En el segundo estoy dormido en mi cama, hay un calor agobiante, sin embargo la incomodidad proviene de un reloj redondo de bolsillo. Su tic tac mantiene el mismo ritmo del corazón. El segundero gira y el reloj de agranda y presiona mi pecho. Tuve que despertar para seguir respirando.

Nunca me pude explicar cómo podía soñar con un piano o un reloj de bolsillo si no los conocía. Sólo tenía cinco años, vivíamos al pie de una cordillera y no sabía nada de la vida de la ciudad y sus objetos.

En el año 1955 llegamos a Santiago, a la calle Máximo Humbser, en las faldas del cerro Santa Lucía. A esa fecha tenía quince años y pronto comencé a recorrer el centro de la ciudad. Conocí las distintas tiendas, los cines, el Museo de Bellas Artes y el Teatro Municipal. Entre esos edificios un local con muchos pianos: los reparaban y afinaban. Don Juan Contreras me había visto seguido por su taller, hasta que un día me ofreció trabajo. "Uno de mis empleados está enfermo y necesito ayuda", dijo. Ese fue el comienzo. Los pianos me producían atracción y temor al mismo tiempo. Me acerqué a ellos por sus fragmentos, sus teclas y sus pedales. Arreglaba alguna de sus partes, de alguna forma les daba vida, pero cierta incapacidad me impedía seguir adelante. A pesar de la irresistible magia sentía que se negaban a mi presencia, era un simple ayudante del maestro que los reparaba.

Concurría con frecuencia a los conciertos del Municipal, me sentaba en la última fila y cerraba los ojos. Me imaginaba en otro mundo. Año tras año escuchaba a los distintos maestros, me conducían con suavidad, como protegiéndome, hasta que una noche descubrí "Claro de luna" de Debussy. Y Una alegría seguida de una nostalgia que nunca había vivido me dominó. Algo había perdido y los años tomaban una porción de mí. De pronto me vi viejo y me dije: "pude haber hecho algo más". Poco tiempo después comenzaron los dolores de hueso.

Fue el día que dejé el taller. Mientras me despedía de mis compañeros, recordé la ventana de la sala del tercer piso. De joven por las noches me quedaba largas horas mirando a través de ella. "Hay algo que me gustaría ver antes de irme", dije. Pedí la llave y sin pensarlo comencé a subir por las escaleras. Esperaba ver la luna. Subir por las escaleras fue como soñar, casi no sentí el esfuerzo que significaba llegar al último peldaño. Y abrí la puerta. Al entrar me desconcertó no poder ver nada. No encontraba el interruptor de la lámpara, la que finalmente preferí no encender. A pesar de todo, mis ojos se adaptaron rápidamente a la oscuridad y vi un piano de cola negro que comenzó a brillar con luz propia. Casi sin pensarlo dije: "Jovencito, sería tan amable de correr las cortinas". Sonreí por mi ocurrencia. Sin embargo, mi sorpresa fue total al ver que un niño muy pequeño con la cara asustada –con no poco esfuerzo– corría las cortinas de felpa burdeos. La luz entró con furia contenida por muchos años. El tiempo dejó de apretar mi pecho y una serie de recuerdos vinieron a mi mente: un profesor de música en mi infancia, mi primer concierto, mis padres en el público, una larga estadía en Viena, el suave roce de unas manos y la eternidad sostenida con mis dedos interpretando en un piano el sonido de Claro de Luna. 

Piano y lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora