Año 52 a.C., Alesia, capital de los mandubios, la Galia.
Campamento de la Duodécima Legión.
Aquel amanecer de octubre apenas se podía ver el sol a través de la cortina de nubes que cubría el cielo, tan solo era posible distinguir algún que otro resplandor cuando una nube menos densa lo tapaba. En el campamento de la Duodécima Legión los centinelas hacían su ronda por el parapeto, ansiosos por ser relevados pero atentos a cualquier indicio de peligro. De vez en cuando dirigían miradas nerviosas hacia la ciudad asediada, Alesia, capital de la tribu de los mandubios y lugar elegido por el caudillo Vercingétorix para refugiarse con su ejército. El general romano, Cayo Julio César, se había apresurado a construir una gran circunvalación que rodeaba toda la ciudad. A su vez, un enorme ejército galo había rodeado a los romanos, pero César, habiendo previsto esto, había construido una circunvalación exterior, de modo que los romanos se encontraban asediando y asediados al mismo tiempo.
El centurión Quinto Celio, tercera centuria de la segunda cohorte de la Duodécima Legión, salió de su tienda envuelto en un manto, tiritando ante el frío intenso de la Galia. Se dirigió hacia el almacén de intendencia. Cuando el intendente le vio llegar puso mala cara.
-¡Vaya, si es el centurión con más suerte de todo el ejército! –exclamó amargamente.
Celio sonrió al recordar lo sucedido la noche anterior. El intendente y él habían estado jugando a los dados hasta bien entrada la noche y la diosa Fortuna le fue particularmente favorable al centurión, quien desplumó al incrédulo intendente. Finalmente, tras haberse ganado la paga de dos meses del intendente y en un gesto de magnanimidad poco común en él, le ofreció cambiar el dinero por un odre de vino de los almacenes de intendencia.
-Si a la Fortuna no le caes bien, no es mi problema. Ahora dame mi premio, que tengo cosas que hacer.
-Maldito tramposo... -murmuró el intendente dándose la vuelta para entrar en el almacén.
-¡Y asegúrate de que el vino no sea como el meado que se le da a los soldados rasos! –gritó el centurión a su espalda.
Al cabo de un rato que a Celio se le hizo eterno, el intendente regresó con un odre de piel de cabra y se lo entregó. Celio dio un pequeño sorbo para comprobar la calidad de la bebida y asintió con satisfacción.
-No está mal.
-¡Por supuesto que no está mal! Ese lo guardaba para mí.
Los dos hombres se despidieron y Celio regresó a su tienda, donde vertió el vino en su vaso de campaña y lo calentó en una pequeña hoguera. Cuando juzgó que ya estaba lo suficientemente caliente, se lo bebió de un par de tragos y sintió cómo su calidez aliviaba por momentos el frío que sentía.
Después se puso la cota de malla y el casco con su cimera transversal, se ajustó el cinturón y colgó la vaina de la espada de él. Le dijo a su optio que llamara a todos los legionarios de su centuria. Rápidamente, los soldados formaron frente a él y se pusieron firmes. Fue revisando el estado de su equipo: si estaba pulido, si había alguna mancha de óxido en alguna cota de malla, si las correas del casco estaban bien abrochadas... Aquel día no encontró ninguna falta y sonrió con satisfacción. Se veía que la amenaza de pasar una semana limpiando las letrinas surtía efecto. Una vez realizada la inspección ordenó que rompieran filas y volvieran a sus quehaceres.
Fue entonces a la empalizada exterior y subió a una de las torres de vigilancia. Allí había un soldado mirando hacia el exterior, tan absorto en lo que fuera que estaba pensando que no se dio cuenta de la llegada del centurión. Este le dio un golpe en la espalda con su vitis, su vara de vid, demasiado flojo para hacerle daño pero que le dio un susto al legionario, que se giró sobresaltado y se puso firme al ver a su superior.
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Alesia
Historical Fiction52 a.C. El líder galo Vercingétorix se halla acorralado en la fortaleza de Alesia por las legiones de Cayo Julio César, y este a su vez por un inmenso ejército de refuerzo galo. Para resolver esta situación el procónsul se ha visto obligado a constr...