Capítulo 1
—Su padre por la línea seis.
Heriberto San Román miró las luces rojas que parpadeaban en el teléfono y dio gracias por haber rechazado las diez líneas que le habían ofrecido cuando había comenzado a arreglar aquel almacén junto al río en la sede en Brooklyn de San Román Marine International, de lo cual hacía tan sólo nueve meses.
—Gracias, Lupita —dijo él—. Déjalo a la espera.
—Dice que es importante —le informó su ayudante.
—Si es importante, esperará —respondió Heriberto, seguro de que no lo haría.
Henrique San Román tenía una capacidad de espera nula. Sus padres lo habían llamado Henrique en honor del dios del viento, pero lo cierto era que, más que un dios, era el hombre más encantador e irresponsable sobre la faz de la tierra. Como presidente de San Román Marine, disfrutaba de descansos para comer de más de tres horas, durante las cuales jugaba al golf con sus amigos y salía a navegar, pero no tenía paciencia para la rutina diaria, para transformar en beneficios los números rojos de las cuentas de la empresa, o para cualquier actividad que se pareciera a trabajar. No le interesaba saber que estaban a punto de obtener un importante ingreso de efectivo o que Heriberto estaba considerando la idea de comprar una pequeña fábrica de equipamiento náutico con la que diversificaría las actividades de la empresa. Los negocios le aburrían. Y hablar con su hijo también.
Así que lo más probable era que, para cuando Heriberto hubiera atendido a las otras cinco luces que parpadeaban en su teléfono, su padre habría colgado y se habría marchado a jugar al golf o a navegar.
De hecho, Heriberto esperaba que lo hiciera. Quería mucho a su padre, pero prefería que no interviniera en el negocio. Tomara la decisión que tomara, Henrique no haría más que complicarle la vida.
Y aquel día ya tenía bastantes complicaciones, aunque aquélla no se diferenciaba demasiado de las demás.
Su hermana Cristina, por la línea dos, quería que la ayudara a abrir una tienda de abalorios.
—¿De abalorios? —Heriberto creía haberlo visto todo. Los planes de Cristina habían ido desde querer criar conejos hasta teñir camisetas, pasando por ir a una escuela de pinchadiscos. Pero lo de los abalorios era nuevo.
—Así podré quedarme en Nueva York —explicó con seguridad—. Federico está aquí.
Federico era su más reciente novio y Heriberto no creía que fuera a ser el último. Federico Batakis, famoso por sus carreras en lancha motora y por perseguir a las mujeres, tenía las mismas probabilidades de seguir allí al día siguiente que el interés de Cristina por la tienda de abalorios durara.
—No, Cristina —respondió él con firmeza.
—Pero...
—No. Tráeme un proyecto bien definido y detallado y hablaremos. Hasta entonces, no —y colgó antes de que ella pudiera responder.
Su madre, por la línea tres, estaba organizando una cena para el domingo.
—¿Vas a traer acompañante? —preguntó, llena de esperanza—. O prefieres que yo te busque a alguien.
Heriberto apretó los dientes.
—Mamá, no necesito que me prepares ninguna cita —dijo con calma, sabiendo que sus palabras caían en saco roto.
El objetivo de Helena San Román era conseguir que su hijo se casara y empezara a darle nietos. Después del total fracaso de su matrimonio, Heriberto podría haberle dicho que no conseguiría cumplir su sueño, pues no tenía la menor intención de volver a casarse. Tenía otros hijos, que fueran ellos los que le dieran los nietos que tan desesperadamente quería.
Además, él ya se dedicaba a hacer posible que la familia San Román al completo llevara el nivel de vida al que estaban acostumbrados desde hacía tres generaciones. ¿Acaso no era suficiente? Por lo visto no.
—Bueno —farfulló, molesta con él, como de costumbre—, parece que tú solo no estás haciendo ningún progreso.
—Gracias por darme tu opinión —respondió Heriberto educadamente.
Nunca le había dicho directamente que no volvería a casarse porque sabía que su madre habría empezado a discutir con él y, por lo que se refería a Heriberto, su decisión no estaba abierta a discusión. Llevaba ya siete años divorciado y, en ese tiempo, nunca había hecho el menor intento de encontrar a alguien que sustituyera a la avariciosa Ana Rosa. Y no tenía intención de hacerlo nunca.
Después de siete años, su madre debería haberlo notado.
—No te pongas tan remilgado conmigo, Heriberto San Román. Sabes que quiero lo mejor para ti, así que deberías estar agradecido.
Como su madre no esperaba respuesta a tal afirmación, Heriberto no se la dio.
—Tengo que dejarte, mamá. Tengo mucho trabajo.
—Siempre tienes trabajo.
—Alguien tiene que hacerlo.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea. Helena no podía negarlo, pero tampoco le daría la razón.
—Que no se te olvide venir el domingo —dijo su madre por fin—. Yo me encargaré de tu acompañante —esa vez fue ella la que le colgó.
Su hermana Martha, por la línea cuatro, estaba rebosante de energía y de ideas para su obra. Martha siempre tenía muchas ideas... pero pocas veces disponía de los medios para llevarlas a cabo.
—Si quieres que esos murales queden bien —le dijo—, debería ir a Grecia.
—¿Para qué?
—Para inspirarme —respondió, eufórica.
—Querrás decir para divertirte —Heriberto conocía a su hermana. Martha era una estupenda artista, de otro modo no le habría encargado que realizara aquel mural en el vestíbulo de la sede de la empresa, y menos aún los que iba a hacer en su despacho y en su dormitorio. El problema era que no parecía muy dispuesta a sacrificar sus vacaciones de verano—. Olvídalo. Te mandaré unas fotos de las que podrás obtener toda la inspiración que necesites.
Martha suspiró con frustración.
—Eres un aguafiestas, Heriberto
—Eso lo sabe todo el mundo —convino él—. Acéptalo.
En la línea cinco, Lukas, el gemelo de Martha, no quería aceptarlo.
—¿Qué tiene de malo Nueva Zelanda? —quería saber Lukas.
—Nada —respondió Heriberto con más paciencia de la que tenía en realidad—. Pero pensé que ibas a ir a Grecia.
—Y eso hice. Estoy en Grecia. Pero es muy aburrido, no hay nada que hacer. Anoche conocí a unos tipos en una taberna, se van a Nueva Zelanda y he pensado irme con ellos. ¿Conoces a alguien por allí, en Auckland, por ejemplo, que pudiera darme trabajo?
—¿Qué clase de trabajo? —era una pregunta lógica teniendo en cuenta que Lukas se había licenciado en Lenguas Antiguas, entre las cuales no se encontraba el maorí.
—Cualquiera, no importa —respondió Lukas vagamente—. Aunque también podría ir a Australia y dar una vuelta por allí.
Eso era más o menos lo que llevaba haciendo ya algún tiempo, pensó Heriberto, y no sólo por Australia como había hecho su otro hermano, Peter.
—O podrías volver y trabajar para mí —le sugirió Heriberto una vez más.
—Ni hablar —respondió su hermano, también una vez más—. Te llamaré en cuanto llegue a Auckland para ver si se te ha ocurrido algo.
En la línea uno, Heriberto encontró la única llamada realmente importante. Afortunadamente, Ted Corbett había esperado pacientemente a que le atendiera.
—¿Qué me dice? ¿Está dispuesto a quedarse con nuestro negocio? —por eso había esperado. Ted estaba ansioso por vender su negocio de equipamiento náutico, e igualmente ansioso por asegurarse de que era Heriberto el que se quedaba con él.
—Aún estamos considerando la idea —respondió Heriberto—. Paul está investigando y haciendo números. Todavía no hemos tomado ninguna decisión.
A su gestor de proyectos le gustaba estudiar a fondo hasta el último detalle que implicaba una decisión de aquel tipo, pero al final sería Heriberto el que tomara la última decisión. De hecho, todas las decisiones de la empresa eran suyas.
—Quiero encargarme en persona de la operación —le dijo.
—Por supuesto —respondió Corbett.
Después le recordó algunos de los beneficios que obtendría con la compra y Heriberto escuchó pacientemente. Concedió a Corbett todo el tiempo que necesitara y lo hizo adrede, pues la luz de la línea seis seguía parpadeando. Y seguía haciéndolo cuando por fin se despidió de Corbett. Seguramente su padre se había ido y había dejado el teléfono descolgado. Eso sería propio de él. No obstante, Heriberto apretó el botón.
—Hijo, eres un hombre muy ocupado —retumbó la voz de Henrique al otro lado.
Heriberto cerró los ojos y trató de reunir paciencia. Debía de haber estado haciendo un crucigrama para haber sido capaz de esperar tanto tiempo.
—Es cierto. La verdad es que llevo un buen rato colgado al teléfono y voy a llegar tarde a una reunión. ¿Qué ocurre?
—He venido a la ciudad a ver a un amigo, se me ha ocurrido que podría pasar a verte. Tengo algo que discutir contigo.
Lo que menos necesitaba Heriberto aquel día era una visita de su padre.
—Podemos hablarlo el fin de semana —sugirió Heriberto con la esperanza de evitar el encuentro—. Voy a ir a casa.
Pero Henrique no se dejó convencer.
—No tardaré nada. Estaré allí dentro de un rato —y colgó el teléfono.
Aquello era típico de su padre. No le importaba lo ocupado que estuviera, si quería su atención, Henrique siempre encontraba la manera de obtenerla. Heriberto colgó el teléfono y se llevó la mano a la sien para intentar aplacar la amenaza de un fuerte dolor de cabeza.
Para cuando apareció su padre una hora después, el dolor de cabeza era ya una realidad.
—¡Adivina lo que he hecho! —exclamó Henrique cerrando la puerta de su despacho con el pie.
—Meter la bola en el hoyo con un solo golpe —dijo Heriberto.
Henrique sonrió al oír aquella referencia al golf.
—Ojalá —murmuró con nostalgia, pero enseguida volvieron a brillarle los ojos—. Pero, metafóricamente hablando, podría decirse que es algo parecido.
¿Metafóricamente? ¿Desde cuándo hablaba en metáforas Henrique San Román? Heriberto enarcó las cejas y esperó pacientemente a que su padre le diera la gran noticia.
—¡He conseguido un socio para la empresa!
—¿Qué? —Heriberto miró boquiabierto a su padre—. ¿Qué demonios quiere decir eso? ¡No necesitamos ningún socio!
—Dijiste que necesitamos efectivo.
Dios. Justo esa vez había estado escuchando lo que decía.
—¡Pero nunca dije que necesitáramos un socio! La empresa va muy bien.
—Por supuesto —asintió Henrique—. Si fuera mal, nadie habría querido ser nuestro socio. Hasta las ratas huyen cuando un barco se hunde.
—¿Las ratas? —Heriberto notó cómo se le erizaba el vello dé la nuca—. ¿Qué ratas?
—Es sólo una manera de hablar —dijo Henrique rápidamente.
—Olvídalo.
—No. Trabajas demasiado, Heriberto. Sé que yo no he hecho lo que debería durante estos años. Es que... no es lo mío. Yo... —de pronto parecía débil.
—Lo sé, papá —Heriberto miró a su padre con una sincera sonrisa en los labios—. Lo comprendo —y así era—. No tienes por qué preocuparte, para mí no es ningún problema.
Al menos ya no lo era, aunque hacía ocho años le había costado el matrimonio. No, eso no era justo. La falta de interés que su padre había demostrado hacia la empresa no había sido más que un factor de su ruptura con Ana Rosa. Todo había empezado cuando Heriberto le había contado que estaba considerando la idea de abandonar la Universidad y crear su propia empresa, una constructora de barcos con la que podría hacer lo que había hecho su abuelo. Ana Rosa se había horrorizado. Había sido comprensiva con sus planes de trabajar para San Román después de la Universidad, pero eso había sido porque había creído que la empresa valía algo. Al descubrir que estaba prácticamente en la ruina y que Heriberto se proponía salvarla, Ana Rosa había dejado de apoyarle automáticamente.
No, la incompetencia de su padre para los negocios no había hecho más que acentuar los problemas que siempre habían existido entre Ana Rosa y Heriberto. Lo cierto era que Heriberto debería haberse dado cuenta mucho antes de cuáles eran las prioridades de su esposa, ni siquiera debería haberse casado con ella. Un tremendo error que Heriberto no estaba dispuesto a repetir por nada del mundo.
—Claro que me preocupo —continuó su padre—. Igual que tu madre, a los dos nos preocupa que trabajes tanto.
Heriberto nunca había hablado de los motivos por los que se habían divorciado, pero sus padres no eran tontos y sabían que había trabajado incesantemente para sacar el negocio del pozo en el que lo había dejado su padre. Igual que sabían que la situación económica del clan San Román no encajaba con las expectativas de su ambiciosa esposa. Sabían que Ana Rosa había desaparecido de su vida poco después de que Heriberto abandonara la Universidad para trabajar en la empresa familiar y que, tan sólo unas semanas después de que el divorcio se hiciera definitivo, se había casado con el heredero de unos importantes viñedos del valle de Napa.
Claro estaba que nadie había mencionado nada. Durante muchos años, ni siquiera habían pronunciado el nombre de Ana Rosa.
Pero tras el matrimonio de Ana Rosa había empezado la preocupación por su futuro y el desfile de mujeres solteras, como si consiguiéndole una nueva esposa, todo fuera a mejorar y su padre fuera a sentirse menos culpable.
Heriberto creía que su padre no tenía por qué sentirse culpable. Henrique era como era. Ana Rosa era como era. Y él era como era... un hombre que no necesitaba una esposa.
Ni un socio para la empresa.
—No, papá —dijo con firmeza.
—Lo siento, hijo, pero me temo que es demasiado tarde. Ya está hecho. He vendido el cuarenta por ciento de San Román Marine.
Fue como un puñetazo en la boca del estómago.
—¡No puedes hacer eso!
El gesto de Henrique cambió de pronto. Ya no era el padre amable y simpático al que Heriberto tanto quería, ahora lo miraba con una rigidez casi militar, impasible ante la furia de su hijo.
—Claro que puedo —aseguró con arrogancia—. Soy el propietario de la empresa.
—Sí, lo sé, pero... —pero así era. Henrique poseía el cincuenta por ciento de las acciones, Heriberto el diez por ciento y el otro cuarenta por ciento se encontraba en fideicomiso para sus cuatro hermanos. Era una empresa familiar. Siempre lo había sido; nunca nadie que no llevara el apellido San Román había tenido participación alguna.
Heriberto miró a su padre. Se sentía engañado, traicionado.
—¿La has vendido? —preguntó, tratando de asimilar la noticia. Aquello significaba que el trabajo que había hecho durante los últimos ocho años había sido borrado de un plumazo, al igual que había ocurrido con su matrimonio.
—No toda. Sólo lo suficiente para proporcionarte un poco de capital. Dijiste que necesitabas dinero. El domingo pasado te pasaste la mitad de la cena al teléfono, hablando con alguien sobre reunir efectivo para comprar ese negocio.
—Y eso era lo que estaba haciendo —replicó Heriberto.
—Pues ahora lo he hecho yo. Así que ya no tienes por qué trabajar tanto. Puedes tomarte un respiro.
—¿Un respiro? —Heriberto se habría echado a reír si no le hubiera faltado la respiración. Le temblaban las piernas, necesitaba sentarse. Sin embargo siguió de pie, con los puños apretados y tratando de que su rostro no revelara la rabia que sentía—. No era necesario que vendieras —dijo por fin en tono tranquilo—. Todo habría salido bien.
—¿Sí? ¿Entonces por qué nos hemos trasladado aquí? —preguntó, refiriéndose a aquellas oficinas junto al río que hasta aquel día, no había visitado nunca.
—Para volver a los orígenes —dijo Heriberto entre dientes. No había por qué pagar el desorbitado alquiler de las oficinas de Manhattan, un negocio como el suyo se llevaba mejor en un lugar como Brooklyn—. Aquí es donde Papú tuvo su oficina —su abuelo siempre había querido estar cerca del agua.
Pero Henrique no parecía convencido.
—Es obvio que las cosas ya no son como antes. Yo sólo quería ayudar.
¡Ayudar! Heriberto tuvo que respirar hondo. Si seguía ayudándolo de ese modo, sería mejor tirar la toalla.
Pero no podía hacerlo.
San Román Marine era su vida entera. Desde que había abandonado el sueño de construir sus propios barcos y desde que Ana Rosa lo había abandonado, se había dedicado a la empresa en cuerpo y alma. Antes de separarse de su mujer lo había hecho para intentar darle la vida que ella deseaba, sin sospechar que en realidad ella sólo buscaba una excusa para dejarlo.
Ahora era todo lo que tenía. Se había propuesto recuperar la gloria alcanzada por su abuelo y su bisabuelo. Y casi lo había conseguido. Así que no podía rendirse. Con un poco de suerte, podría recuperar las acciones que había vendido su padre, y así hacerse con la mayor parte de la empresa, con lo cual evitaría que su padre volviera a hacer una locura como aquélla a sus espaldas.
—¿A quién le has vendido las acciones? —le preguntó, decidido a verle el lado positivo a la situación.
—A Bruno Gutiérrez.
—¡Dios mío!
¿Cómo iba a verle el lado positivo a aquello?
—¡Bruno Gutiérrez es un buitre! Se dedica a comprar empresas en ruina, hacerlas pedazos y venderlas por una miseria —Heriberto era consciente de que estaba gritando, pero no podía controlarse.
—Es cierto que tiene mala reputación —admitió Henrique, perdiendo su sonrisa característica.
—Una reputación totalmente merecida —comenzó a caminar arriba y abajo de la habitación. Deseaba darle un puñetazo a algo, a su padre—. ¡Maldita sea! ¡San Román Marine no está en la ruina!
—Lo sé. Bruno dijo que iba muy bien —dijo Henrique con satisfacción—. De hecho, dijo que debería haberla comprado hace cinco años, pero que entonces no había sabido el estado en el que se encontraba.
Porque Heriberto había tenido mucho cuidado de que no se enterara, lo cual le había llevado largas horas de trabajo para que, mientras intentaba mejorar la situación, la empresa diera un aspecto saludable a los buitres como Gutiérrez. Ahora era evidente que no había servido de nada.
—Es una suerte que no se diera cuenta entonces —dijo Henrique, como si acabara de ocurrírsele.
—Sí, es una suerte —murmuró Heriberto sarcásticamente. Por una vez, no se esforzó en no herir los sentimientos de su padre.
—Deberías estar orgulloso de habernos sacado del pozo en el que estábamos —le dijo Henrique sin dejarse ofender.
Lo había estado hasta hacía unos minutos. En el último año había conseguido respirar tranquilo porque la empresa ya no se encontraba en situación de peligro... pero la tranquilidad había llegado a su fin.
¿Qué pretendería hacer Gutiérrez con la empresa? Sólo con pensarlo se le ponía la piel de gallina. Prefería no imaginarlo y, desde luego, no iba a quedarse allí para ser testigo del saqueo. Aquello le dio fuerzas para pronunciar unas palabras que jamás pensó que diría:
—Muy bien —levantó el rostro para mirar a su padre a los ojos—. Que se quede con el negocio. Yo dimito.
Henrique lo miró boquiabierto.
—¿Que dimites? Per... Heriberto... ¡no puedes dimitir!
—Claro que puedo —Heriberto también había heredado parte de la arrogancia de los San Román y, si Henrique podía vender parte de la empresa que él había salvado sin consultárselo siquiera, él podía dimitir y marcharse sin mirar atrás.
—Pero... —Henrique parecía desesperado—. No puedes —dijo en un susurro apenas audible. Parecía estar suplicándole.
Heriberto frunció el ceño. Cada vez entendía menos lo que estaba ocurriendo.
—¿Por qué no puedo hacerlo?
—Porque... —apenas podía mirarlo a los ojos—. Porque... en el contrato pone que tienes que quedarte.
—Papá... no puedes venderme. Eso es esclavitud y está prohibido por la ley. Así que ese contrato no es válido —Heriberto sonrió al decir aquello.
Henrique sin embargo no parecía satisfecho y el color no le había vuelto a la cara, seguía teniendo los puños apretados y la mirada clavada en el suelo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Heriberto.
No dijo nada durante un largo rato.
—Perderemos la casa.
—¿Qué casa? ¿La de Long Island?
Su padre negó con la cabeza de un modo casi imperceptible.
Si no era la casa de Long Island...
—¿Nuestra casa?
¿El hogar de la familia en Santorini? ¿La casa que su tatarabuelo, también llamado Heriberto, había construido con sus propias manos? ¿Por la que habían ido pasando todas las generaciones de la familia dejando su marca y convirtiéndola en un verdadero hogar? Los San Román tenían otras casas repartidas por el mundo, pero sólo tenían un hogar.
Pero no tenía ningún sentido. La casa de Santorini no tenía nada que ver con los negocios. Pertenecía a su padre igual que había pertenecido a su abuelo y algún día le pertenecería a Heriberto. Allí había pasado todos los veranos de su niñez, construyendo barcos con su abuelo y creyendo que la vida era maravillosa y sencilla. Aquella casa era su refugio... el corazón de la familia.
Apretó los puños de nuevo porque era lo único que podía hacer para no agarrar a su padre de la pechera.
—¿Qué has hecho con nuestra casa?
—Nada —dijo Henrique rápidamente—. Al menos si te quedas en San Román —añadió con voz suplicante—. Fue una apuesta. Una carrera de veleros —confesó por fin—. Apostamos qué barco iría hasta Montauk y volvería en menos tiempo. ¡Yo navego mucho mejor que Bruno Gutiérrez!
—¿Qué ocurrió entonces?
—La apuesta era sobre los barcos —dijo exasperado—. Navego mejor que Bruno Gutiérrez... ¡pero no mejor que su hijo Max!
Heriberto silbó impresionado. Incluso él había oído hablar de Max Gutiérrez. Todo el que supiera algo de navegación conocía a Max Gutiérrez. Había representado a Grecia en los Juegos Olímpicos y había ganado innumerables competiciones. Además de un aventurero, era un hombre fuerte y muy guapo, una especie de dios griego.
Aunque se había criado en Queens.
—Max me ganó —resumió su padre—. Bruno se quedará con la casa... a menos que accedas a ser el director general de San Román Marine durante los próximos dos años.
—¡Dos años!
—Vamos, no es tanto tiempo —protestó Henrique.
Heriberto no podía creerlo.
—¿Y qué demonios le he hecho yo? —se preguntó.
—¿Qué? No le has hecho nada. ¿A qué te refieres?
—Nada. Olvídalo —no había motivo para tomárselo como algo personal, aquello era lo que hacía Gutiérrez con todas las empresas que adquiría.
Respiró hondo y trató de pensarlo con más calma. Dos años no era un precio demasiado alto, había pagado otros mucho mayores. Además, no se trataba de su vida, sino de la de su familia. Después de todo lo que había hecho, también podría hacer aquello.
—De acuerdo —dijo por fin—. Me quedaré.
Su padre sonrió y volvió a respirar.
—¡Sabía que podía contar contigo!
—¡Pero no pienso permitir que Bruno Gutiérrez sea el jefe!
—¡Por supuesto que no! —Exclamó Henrique con extremo alivio—. Lo será su hija.
La nueva presidenta de San Román Marine International no había pegado ojo en toda la noche.
Había pasado horas tumbada en la cama con una sonrisa de oreja a oreja, pensando en las posibilidades que se abrían ante ella, satisfecha de que por fin su padre estuviera dispuesto a admitir que trabajaba bien.
Victoria sabía que no era fácil para él. Bruno Gutiérrez era un hombre tradicional y muy testarudo que conservaba intactas sus raíces griegas a pesar de que hacía ya dos generaciones que la familia estaba alejada del viejo país. Su padre tenía la convicción de que sus hijos varones seguirían sus pasos y acabarían haciéndose cargo del negocio familiar, mientras que su única hija, Victoria, se quedaría en casa, cosiendo, cocinando y algún día, se casaría con un griego bueno y trabajador con el que les daría muchos nietos griegos de ojos negros.
Pero eso no iba a suceder.
Victoria se habría casado si el teniente Luciano O'Malley no hubiera muerto en aquel accidente de avión hacía siete años. La vida habría sido muy diferente entonces. Pero desde la muerte de Luciano no había conocido a nadie que la tentara ni lo más mínimo. Y no era porque su padre no lo hubiera intentado. A veces creía que ya le había presentado a todos los griegos solteros de la Costa Este de los Estados Unidos.
Cuando, más de una vez, le había dicho que se dedicara a buscar esposa a sus hermanos, Bruno se había quejado de sus hijos. Ellos eran para él un misterio aún mayor que Victoria. Max, Gerardo, Demetrio y Yiannis no habían mostrado interés alguno en participar en el negocio de su padre. Cada uno tenía ya su vida formada al margen de la empresa familiar. Max, el mayor, era un magnífico deportista con medallas en todo tipo de competiciones de navegación. Si alguien intentara atarlo a una oficina, o incluso a una ciudad, se moriría. Pero Bruno no lo comprendía, pensaba que sólo «hacía el tonto con los barcos». Gerardo era físico. Estaba desmarañando los misterios del universo poco a poco. A Bruno no le cabía en la cabeza que su hijo ideara esas teorías.
Demetrio era un conocido actor de televisión, protagonista de su propia serie. Su cara... y gran parte de su torso desnudo habían protagonizado hasta hacía poco un enorme cartel publicitario que presidía Times Square. Al verlo, Bruno había cerrado los ojos y se había preguntado qué le quedaría por ver. Por último, Yiannis, el más joven de los hermanos mayores de Victoria, que, al igual que los demás había nacido y crecido en la ciudad, hacía cinco años había acabado su licenciatura en Ingeniería Forestal y ahora vivía y trabajaba en lo alto de una montaña en Montana.
Así pues, Victoria era la única a la que siempre le habían interesado los negocios, y la única que tenía talento para dicho trabajo. Desgraciadamente, su padre nunca había estado por la labor de que su hija siguiera sus pasos por lo que, siempre que se había enterado de que Victoria trabajaba para alguna de sus empresas, se había encargado de que la despidieran.
Y a ella no le había quedado más remedio que trabajar para otros. Victoria era tan testaruda como su padre. Después de estudiar Contabilidad y Gestión en la Universidad había trabajado como contable en una fábrica de tortillas mexicana y más tarde en una pastelería donde había decidido que, si algún día decidía abrir su propio negocio, sería una pastelería, pues le encantaba hacer tartas, pasteles y todo tipo de galletas. Pero por el momento prefería hacerlo por placer.
Desde hacía un año y medio, ya con el título del master en Gestión de Empresas y después de haber intentado una vez más trabajar para su padre, había empezado a trabajar en una de las empresas de la competencia. Y le había ido muy bien hasta que hacía dos semanas, su padre la había llamado al trabajo para invitarla a cenar. Victoria había aceptado, sorprendida, pero también convencida de que se trataba de otra encerrona para presentarle algún hombre casadero.
Sin embargo, al llegar al restaurante se había encontrado a su padre solo y con una oferta de empleo que la había dejado boquiabierta. La sorpresa no había hecho más que aumentar al oír el tipo de empleo que le estaba ofreciendo, ¡presidenta de San Román Marine!
Cuando por fin había aceptado la oferta, dispuesta a demostrarle a su padre que era capaz de hacerlo bien, Bruno Gutiérrez la había mirado con un extraño brillo en los ojos, como el de un tiburón a punto de comerse a su presa. Pero a Victoria no le había importado. Fuesen cuales fuesen los planes ocultos de su padre, y sin duda los tenía, ella iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para demostrarle que podía confiar en ella.
Las dos semanas que había tenido antes de ocupar su puesto las había dedicado a investigar a fondo San Román Marine International. Lo que había aprendido de la empresa no había hecho más que aumentar sus ganas de formar parte de ella.
Y ahora, mientras miraba la fachada del viejo almacén de Brooklyn que albergaba San Román Marine, pensó que habían acertado al cambiar la ubicación de las oficinas. Sabía que había sido una medida de reducción de gastos, pero lo cierto era que un negocio de construcción de barcos encajaba perfectamente en aquel barrio, cerca del río y de los muelles, y no en el centro de Manhattan, donde había estado hasta hacía unos meses.
Llegaba temprano, muy temprano, pero no había podido esperar más. Abrió la puerta y entró al vestíbulo. Fue como encontrarse con el océano. Esperaba ver el típico ambiente frío y formal de cualquier edificio de oficinas, por lo que se quedó boquiabierta al verse frente a frente con un maravilloso mural que representaba el mar Mediterráneo y varias islas llenas de pequeñas construcciones blancas. Era enormemente sencillo.
Victoria nunca había estado en la tierra de sus ancestros, nunca había encontrado el tiempo necesario para hacerlo. Pero había identificado la imagen nada más verla y lo cierto era que, sólo con ver aquel mural, deseó visitar el país que había visto nacer a sus antepasados, lo cual resultaba curioso porque nunca había sentido demasiada curiosidad por Grecia. Seguramente aquel país representaba las tradiciones que tan arraigadas tenía su padre y contra las que ella llevaba toda la vida luchando.
No obstante, lo que más deseaba en aquel momento era llegar al tercer piso y encontrar su despacho. No se encontró con nadie, lo cual era de suponer teniendo en cuenta que eran las seis y media de la mañana, pero no importaba porque tenía su propia llave, la llave de la empresa de la que era presidenta.
Ahora sólo tenía que demostrar que era digna del cargo.
Llegaba tarde.
Su primer día como presidenta de San Román Marine y ni siquiera se molestaba en llegar a su hora. Heriberto salió de su despacho con el café en la mano. Seguramente debería alegrarse de que Victoria no fuera la esforzada trabajadora que Bruno había asegurado; cuanto menos tiempo estuviera allí, menos posibilidades tendría de meter la pata o de interferir en los asuntos de la empresa.
En las dos últimas semanas, Heriberto se había asegurado de dejar todo atado y bien atado para limitar los posibles daños de su llegada. Entre aquellas medidas figuraba la de dejarle el despacho con vistas al río; era más grande y luminoso que el de él, pero estaba muy apartado del corazón de la empresa, así que a la nueva presidenta le resultaría más difícil enterarse de lo que se cocía y él podría seguir dirigiendo el negocio como siempre. Que era lo que debería haber estado haciendo en aquel momento.
Alrededor de la mesa de Lupita, su secretaria, había otras seis personas, todas ellas con una galleta en la mano. Nada más verlo, Lucy, la responsable de contabilidad, le ofreció una, Heriberto la aceptó, resignado a esperar la llegada de la intrusa, a pesar de que ya eran casi las nueve y media de la mañana.
Aun sabiendo que su secretaria ni siquiera preparaba café para nadie, Heriberto dio por hecho que había sido ella la que había llevado aquellas galletas para impresionar a su nueva jefa y, nada más probarlas, tuvo que admitir que Victoria Gutiérrez iba a quedar gratamente impresionada porque estaban deliciosas.
—Impresionantes —le dijo a Lupita—. Ahora comprendo por qué no haces galletas más a menudo.
—Yo no hago galletas jamás —replicó Lupita.
Heriberto la miró confundido y después echó un vistazo a los demás, pero todos negaron con la cabeza.
—Quizá las haya traído la nueva —sugirió Giulia, una de las taquígrafas, que por cierto estaba a punto de dar a luz.
—¿Qué nueva? —preguntó Heriberto pensando que sería la sustituía que iban a mandar de la agencia de empleo para relevar a Giulia.
—Supongo que ésa soy yo —dijo una voz desde la entrada.
Aquella mujer no se parecía en nada a las chicas que solían enviar desde la agencia de empleo. En primer lugar porque parecía algo mayor, probablemente estaría cerca de los treinta, pero sobre todo porque era elegante y distinguida. Además, no llevaba ningún pendiente en la nariz ni el pelo teñido de azul. Su cabello, recogido con varios prendedores, parecía tener vida propia; era una melena salvaje y muy sexy.
Sin darse cuenta, Heriberto se encontró imaginando el aspecto que tendría aquella mujer recién levantada de la cama, e incluso en la cama. Eso lo hizo reaccionar de inmediato. Apreciaba la belleza femenina como el que más, pero no solía fantasear con llevarse a una mujer a la cama sólo un segundo después de haberla conocido.
Hundió las manos en los bolsillos y apartó de su mente la peligrosa idea de mezclar los negocios con el placer.
—¿Ha hecho usted estas galletas? —le preguntó.
Ella asintió, sonriendo.
—¿Le gustan?
—Están deliciosas —admitió sin entusiasmo porque no quería hacerle creer que sus habilidades culinarias le servirían para trepar en aquella empresa—. Pero no es necesario que traiga nada. Sólo tiene que hacer su trabajo.
—¿Mi trabajo? —repitió ella, confundida.
Parecía que su inteligencia no estaba a la altura de su trabajo.
—Archivar documentos, mecanografiar cartas... hacer lo que se le pida.
—Yo no sé mecanografía y odio archivar. Y rara vez hago lo que me mandan —replicó alegremente.
Heriberto frunció el ceño.
—¿Entonces qué demonios hace aquí?
—Soy Victoria Gutiérrez —dijo tendiéndole la mano—. La nueva presidenta. Encantada de conocerlo.
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El jefe era ella
RomanceHeriberto San Román había forjado toda una fortuna él solo. Por eso cuando descubrió que su padre había perdido parte de dicha fortuna, se puso muy furioso. De pronto tenía una socia... la guapísima Victoria Gutiérrez. Victoria tenía la intención de...