Shoto tenía muchos recuerdos. Memorias preciadas que guardaba en bellos cofres. Para su mamá, un cofre blanco con diseño de piezas de hielo; para su hermana, uno de rosa pastel con copos de nieve blancos. El de su padre era de un rojo oscuro y, al principio, estaba rodeado de muchas enredaderas. Tenía tantos cofres. Tantas memorias y emociones. Algunas tristes, otras llenas de felicidad. Pero había un cofre rojizo anaranjado oscuro y con bordes negros, que cada vez que lo abría, dejaba salir un olor a canela que rápidamente lo envolvía. Dulce y ligeramente picante. El olor le hacía recordar los abrazos que su madre le daba. Lo hacía sentir cálido, amado, en casa. Y Shoto recuerda el día, la hora, el minuto e incluso el segundo, en el que ese cofre con tantos recuerdos se volvió un recordatorio de lo que perdió.