Erase una vez en un pueblo cuyo nombre no puedo recordar existía una mujer que derochaba bodad, era muy hermosa en aquel lugar, todos la amaman y bendecian pues su humildad era tan grande como su corazón.
Se cuenta que un buen día salió al bosque a recoger algunos frutos, en algún momento se sintió cansada y decidió sentarse a la sombra de un frondoso árbol mientras admiraba el esplendor que había a su alrededor. A lo lejos escucho un llanto desgarrador, un llanto suplicante. Sin pensarlo siguió aquel sonido desgarrador, a las faldas de las colinas vio a un hombre llorando gritando al cielo de furia.
—¿Padre porque me has abandonado? —Lo escucho gritar suplicante.
Aquel llanto estaba lleno de dolor y tristeza, sentía como le quemaba por dentro. De un momento a otro fue testigo de cómo aquel hombre desfallecia.
Corrió a su ayuda, al acercarse noto la belleza de aquel desconocido, una piel blanca que brillaba con la luz del sol y unos delicados rizos color dorado que adornaban su cabeza.
Se acercó más al hombre para intentar ayudarlo, con sus ropas de abrigo cubrio al hombre y entre sus piernas reposo su cabeza. Con extrañeza noto una lagrima descender por su mejilla, era brillante cual diamante.
La mujer intentó limpiar aquella lagrima pero la mano de aquel hombro fue más rápida y la sostuvo. Enseguida unos ojos hermosos posaron su mirada en ella. En aquella mirada pudo ver la galaxia entera.
Aquel hombre se relajo al instante, su mirada dejó de ser de rencor. Con la mano libre que aún le quedaba tocó con devoción el rostro de aquella mujer, incrédulo.
—¿Quién eres tú? —Preguntó la mujer a penas con un hilo de voz.
El hombre sin aún comprender lo que veía respondió—. Luzbel.