Nací en las manos de la inocencia hace mucho tiempo atrás, dejé que me acunara entre sus dulces brazos y me observara con aquellos ojos problemáticos.

No sabía nada del destino, pero yo le amaba. Tal vez porque no conocía a nadie más que a ella, o porque había sucumbido a su encanto.

¡Cómo amaba sus canciones de cuna y su dulce voz que llegaba susurrante a mis pequeños oídos infantiles!

Olvidé quién era. Qué quería y hasta olvidé qué era amar. Toda mi alma se evaporaba con el bronceado de su piel, el claro de sus ojos y la luz de sus vestidos; todo en ella era precioso.

Un día, la inocencia golpeó con suavidad mi pequeña cabeza y se marchó, la vi alejarse por lo largo del pasillo, con su caminar tan elegante y su aroma de ensueño.

Y quedé a mi suerte.

Abandonada.

Y aprendí lo que era estar sola.

Y recordé quién era.

Y tuve por primera vez miedo.

Y fue horrible.

Entonces otros brazos me cubrieron, intentaron acunarme, pero no eran cálidos, ni bellos, deseaban con ardor estrangularme, acabar con mi corazón débil.

La adolescencia me miró con sus cuencas vacías y la piel blanquecina, desde ahora estaba a su merced.

Y quise llorar.

Y supe lo que era el sufrimiento.

Y la oscuridad.

Y los monstruos que se escondían bajo mi cama se metieron en mi cabeza.

Y deseé que la inocencia nunca se hubiera ido.

Pero la adolescencia me dijo que algún día lo entendería.

Y aún espero hacerlo...

Espero.

Espero.

Algún día espero entenderlo.
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