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Marcy Wu jamás pensó que un día tendría que correr tras un niño de cinco años con una caja de cereal en llamas. Pero ahí estaba, descalza, en pijama, y suplicando que Henry no saltara del respaldo del sofá como si fuese un ninja en una película.
—¡HENRY! ¡Eso era para desayunar, no para invocar a Cthulhu!
Mientras tanto, Alice, de cuatro años, había metido dos ranas vivas en la pecera y las había bautizado como “Marcy” y “Otra Marcy”. La verdadera Marcy Wu observaba la escena con una sonrisa temblorosa, una taza de café en la mano y un tic nervioso en el ojo izquierdo.
—Anne dijo que adoptar dos niños sería divertido, —murmuró mientras retiraba un crayón incrustado en el control remoto—. “Solo necesitan amor”, dijo. “No pueden ser peores que Sasha de niña”.
Pero lo eran. Eran una tormenta con piernas. Henry, con su obsesión por los dinosaurios y las explosiones; y Alice, con su gusto por diseccionar peluches “para ver qué sueñan por dentro”.
Aun así, Marcy los adoraba. Por más que Henry le hubiera tirado un globo de pintura encima “para hacerla arte”, o que Alice la hubiera despertado a las 3 a.m. con una lámpara apuntándole a la cara gritando “INTERROGATORIO DE AMOR”, no podía imaginar su vida sin ellos.
En las noches tranquilas, cuando los dos pequeños dormían enredados entre ellos como gatos salvajes, Marcy les acomodaba las mantas y susurraba:
—Necesito vacaciones de ser madre....