He recorrido caminos empedrados con acordes y voces que amansan fieras. He dormido en brazos de los dioses y he viajado por innumerables lugares buscando a mi musa, alguien a quien dedicar por completo todo lo que hago. Y creedme cuando os digo que la he encontrado.

Conocí a Ana O'Donell, 'Annie', como a  mi me gusta llamarla, una tarde de septiembre cuando estaba sentada en mi habitación buscando algo que diera sentido a mi vida. Ella entró por la puerta de mi imaginación sin reparo alguno, con su pelo largo, castaño y ondulado y sus enormes y brillantes ojos verdes, y lo que yo en ese momento no sabía, es que había venido para quedarse.  

Juntas hemos recorrido infinitas historias. Hemos viajado con los hermanos Grimm, nos hemos adentrado en los terroríficamente fantásticos mundos de Oz y nos hemos dado alguna que otra vuelta en el famoso Chevy Impala del mismísimo Dean Winchester. ¿Pero esta? Oh, no, amigos. Esta historia no es como las demás.

De entre la interminable lista de estrepitosos lugares, pintorescos personajes y fascinantes épocas históricas, nuestra máquina del tiempo particular ha ido a caer ni más ni menos que en los salvajes años setenta, años de locura y cambio, de revolución y guerra,  del asombroso contraste entre libertad y opresión. 

Hemos resbalado por los perfectos rizos rubios de Robert Plant como si se tratase de un tobogán hecho de oro y hemos ido a parar a la cama del mismísimo Jimmy Page columpiándonos en la barba de John Bonham y disfrutando de las profundas y sensatas charlas de John Paul Jones. 

Hemos ido a caer en medio de una revolución en busca de libertad iniciada por Jim Morrison, hemos nacido para correr libres como reza mi querido Bruce Springsteen,hemos nacido para ser salvajes como predica la vieja canción, para recorrer interminables carreteras al ritmo de la Creedence y para encontrar nuestra ansiada escalera al cielo.