Hablamos tanto de la lluvia
que un trueno acabó atravesándome la garganta y tuve que escapar. Tu vida o tu corazón, me dijo alguien, quiero pasar mi vida en el suyo, le dije yo, pero eso no era posible,
era tan imposible como un amor platónico cumplido, como tú y yo cumplidas,
como tú, como pedirte que te quedaras después o vinieras antes, como mantenerte encendida al otro lado de la calle
viéndote por la noche sin poder tocarte y no consumirme en el esfuerzo de querer tu imposibilidad al lado de mi almohada, como negarte a ti y no negarme a mí en el intento, como olvidar tu pelo, como fingir que no estás
detrás de cada palabra que me perturba,
como pretender saber no echarte de menos
y conseguirlo, como asentir creyendo que es cierto eso de que es el frío
el que hace las ausencias más largas
cuando ahora la única que existe es la tuya
en medio de este incendio de cenizas.
Te acabas de ir
y tus ruidos ya se escuchan por las noches.
Era tan imposible
-tan imposible como pedirte que te quedaras
conmigo-.
La tormenta me sorprendió contigo atrapada en la mirada, lanzando botellas al mar llenas de besos que nunca llegaban, que se extraviaban, que se equivocaban de puerto,
que se rompían intentando llegar a mi boca
y confundían mis barcos y me llenaban de cristales los labios que, pegados a la ventana,
congelados, solo esperaban verte aparecer.
Y entonces un día me dejé vencer, olvidé dónde buscarte, comencé a despegar
tus nudillos de mis pulmones, me eché la sal de tu sudor perdido
en los ojos, prohibí tu olor en mis domingos
y escribí todos los antónimos de tu nombre en mis ventrículos, si no te olvido a ti
no les olvidaré a ellos, y al final lo único que quedó fue un miedo tan inmenso como inconfesable y un deseo,
solo quería marcharme de ahí y dejar de esperarnos, irme lejos, pensando que lejos es donde no estás, sin darme cuenta de que donde realmente estás es en mí,
y que no te irás hasta que yo lo decida.