Siempre que comienzo un libro, leo la última frase. Porque el final es lo que más me gusta de las historias, porque está claro. Se acaba ahí, y aunque rebusques, no va a haber más: hay un final.
Es precisamente eso lo que me aterra de la vida. Que no es una historia como las creadas, no está establecido el final, puede hasta que creas haber vivido el final cientos de veces, y luego sigue apareciendo más relleno, o más desarrollo, o más desenlace.
Y las relaciones entre humanos son complicadas. Puedes decir decenas de veces “adiós”, y volver a reencontrarse otras decenas más. Porque hay personas que están unidas para hacernos felices, otras para darnos un poco de diversión y distraernos, y otras para hacernos daño. Una y otra vez, porque esas son las que más vuelven, una y otra vez.
Da igual las palabras que uses para crear el final, porque el final no existe.
Pero primero, antes de tratar de encontrar un final, debe haber un principio y en la mayoría de las historias (ya sea historia ficticia o vida real), las peores relaciones son las que mejor empiezan. Y con bien me refiero a que son las que más calan y las que logran enamorarnos desde el principio.
Y yo, siendo mujer, no seré tan perra de decir que siempre nos toca sufrir a las mujeres, porque sé que no es cierto. Cabrones hay por todas partes y de todos los géneros, por tanto, las víctimas no son mujeres, sino el que se enamora primero.
Porque sí. En el juego del amor emponzoñado, pierde el que se enamora primero, o el único que se enamora.
Esos amores son tan bonitos que no ves la puñalada hasta que te atraviesa el corazón, o el estómago, lo que lo hace más doloroso y duradero e igual de letal.