«La mujer del sombrero de ala ancha observó a su alrededor, tratando de encontrar algo en aquél salón que captara su atención. Cuando sus ojos se encontraron con un hombre calvo vestido muy elegante, lo que desentonaba con el ambiente del humilde restaurante. Él estaba solo en la mesa, y la mujer no pudo evitar preguntarse: ¿Estará esperando a alguien? ¿Tendrá hijos? ¿Habrá venido a cenar con su amante?

 Pero entonces su mirada se desvío a lo que el hombre estaba degustando, un affogato. Ese clásico italiano había llegado hace poco al nuevo mundo, y tan solo observarlo ya era un deleite. La mujer se perdió en la textura cremosa del helado y el vapor que salía del café. No tenía ni idea de hace cuánto se había perdido en el deleite que era el affogato, cuando de repente una brusca exclamación la despertó de su ensoñación. ¨¡Clara! ¿Qué rayos te sucede? ¡¿Acaso sueñas despierta?!¨

La mujer de inmediato recordó dónde estaba y con quién, su amiga (o como ella solía llamarla: su porción de veneno semanal) la observaba con consternación, que en realidad disfrazaba su desdén. 

¨No, estoy aquí. Mesero, un affogato, por favor...¨»