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Gisela vivía en un excusado abandonado que flotaba a la deriva en el Mar de los Pedos Viejos. Era un hogar modesto, con lo básico: una vela aromática de vómito de vainilla, una alfombra hecha con papel higiénico usado y un gato con forma de cálculo renal llamado Chimuelo.
Gisela no era como las demás.
Ella era la diarrea hecha carne.
Literalmente. Cada tanto, su piel goteaba.
Ese martes a las 3:36 a.m., algo la despertó.
—¿Fue mi colon o eso fue real? —murmuró, aún babeando sobre su almohada de bidé.
No era inusual que su intestino hiciera sonidos de flauta andina a esas horas. Pero esta vez fue distinto. El ruido venía del baño. Más específicamente, del inodoro.
Un respiro.
No uno romántico, como en las novelas de vampiros.
No. Un respiro largo, húmedo, de esos que terminan con gárgaras.
Gisela se levantó, arrastrando sus sábanas pegadas a la espalda. El suelo estaba lleno de pequeñas manchas. No recordaba haber caminado, pero eso no la detuvo. En Kakópolis, uno nunca sabe si pisó algo... o si algo lo pisó a uno.
Al llegar al baño, el inodoro estaba allí. Tranquilo. Callado.
Demasiado callado.
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