El lector miró hacia el cristal de las revelaciones, la esfera de cristal cuya blancura había permanecido inmutable por infinidades de tiempo que su mente no podía ni quería comprender, pero que ahora permanecía brillante en una infinidad de colores y tonalidades. Se forzó a hacer la pregunta prohibida:
—¿Qué eres? —su voz vaciló al igual que la barrera que separaba la narrativa de la realidad, la cordura de la locura y la locura de la cordura.
Su cuerpo se estremeció, o eso parecía, su aliento se volvió visible al igual que la presencia del observador. Él había llegado. La pesadilla, lo indómito del tiempo y de la mente vuelta en una indescriptible forma que no era ni abstracta ni de carne, excepto por un manto oscuro que mostraba letra por letra cada uno de los pensamientos y diálogos del lector.
—Soy aquel que observa… —las paredes hablaron, el suelo habló y el lector habló—. Aquel que permanece más allá de la narrativa. Un lector. Un escritor. Un espectador. Soy aquel que está presente en cada historia, en cada guión, en cada epopeya, en cada odisea y en cada imaginación… soy el último vigía y está es tu historia.