Febrero de 1852
Domingo por la mañana
Gracias doy a los queridos copitos de nieve, porque caen hoy y no un día cualquiera de la semana, cuando el mundo y sus cuidados se afanan en mantenerme lejos de mi amiga, la ausente — y gracias te doy también a ti, querida Susie, que nunca te hartas de mí, o nunca me lo dices, y cuando el mundo es frío y la tormenta suspira con tanta aflicción, cuento con un cálido refugio, ¡a cubierto de la tormenta! Suenan las campanas, Susie, en el norte, y en el este, y en el sur, y la campana de tu pueblo, y los que aman a Dios están impacientes por ir a su encuentro; tú no vayas, Susie, no con ellos, vente conmigo esta mañana a la iglesia de nuestros corazones, donde las campanas no dejan nunca de sonar y el pastor, que Amor se llama — rogará por nosotros.
Todos menos yo acudirán al templo de siempre a oír el sermón de siempre; así de amable es la tormenta inclemente conmigo, pues me deja aquí sentada, Susie, a solas contigo y con los vientos, y me viene otra vez el viejo sentimiento rey, más que antes incluso, pues sé que ni siquiera el buhonero invadirá esta soledad, este dulce Sabbath nuestro. Y gracias también por mi carta querida, que me llegó el sábado por la noche, cuando el mundo entero estaba en calma; gracias por llenarla de amor para mí, y de pensamientos de oro y sentimientos como gemas, ¡pues me parecía recogerlos en cestos repletos de perlas! Esta mañana estoy llena de pesadumbre, Susie, porque no tengo un dulce atardecer con que dorar una página para ti, ni una bahía lo bastante azul — ni siquiera una pequeña habitación allá en las alturas, como la que tienes tú, que me haga evocar el cielo, para dártelo. Así, ya ves, tengo que escribirte, desde abajo, a ras de tierra, sin atardeceres, ni estrellas; sin una pizca de crepúsculo que convertir en poema — ¡para enviártelo!