Durante el día, mi puerta fue tocada. Al abrir, vi lo más hermoso que alguna vez pude haber visto: una chica, con largo cabello rubio, vestía un floreado real, unas hermosas flores amarillas adornaban su cuello y sus zapatos eran un conjunto de pimpinelas escarlata que tenían un color imperceptible para el ojo humano.
Yo sabía que no estaba en mi mundo, lo sentí al mirarla a los ojos y ver en sus pupilas ese brillo que ya nadie tiene, como si la esperanza saliera a flote tan clara como el agua, audible al pasar por un río cercano. Quise hablarle, pero ella extendió entre sus blancas manos que parecían de porcelana un girasol tan grande que las cubría casi por completo. Aunque hubiera sido tan hermoso, no lo tomé; se veía tan suave a la vista que sentí que marchitaría con mis pecaminosas manos aquella hermosa flor, porque veía en el brillo vivo de sus pétalos su inocencia, su bondad y su vida.
Miré de nuevo a la chica, sus hermosos ojos no dejaban de contemplarme, y yo sentí como la curiosidad se asomaba por el suave de sus iris salmón claro. "¿Dónde estoy?", le pregunté, pero no respondió; "¿Quién eres?", volví a inquirir, y ella solo me sonrío con sus finos labios y volvió a extenderme el girasol.
No entendía nada, y no lo logré entender. Segundos después, un fuerte sonido invadía todo el lugar, tan fuerte que dolía. Cerré los ojos con desesperación, y luego, los abrí con mi cabeza en la almohada y medio cuerpo debajo de mis sábanas.