Dicen que la violencia no solo hiere cuerpos, aniquila almas y destruye familias. Acabo de ver la miniserie sobre el caso de Fernando Báez Sosa. Este caso dejó al descubierto que la violencia, cuando se normaliza o se celebra, puede destruir vidas de forma irreversible.
Esta situación, fue un hecho colectivo en el que varios jóvenes eligieron actuar con brutalidad, sin medir consecuencias, sin frenar a tiempo. Lo más triste de todo es que estamos frente a muchachos insensatos y violentos, moldeados así por su entorno familiar, donde constantemente se minimizaba y validaba hechos similares con otros hombres heridos por su impunidad.
Cuando una persona tiene un gran sentido de pertenencia dentro de un grupo, su identidad se vuelve frágil. Empieza a pensar con la fuerza del conjunto y no con su propia conciencia. La moral se doblega. Considero que aquí el conjunto llevó a amplificar la peor versión de cada uno de los victimarios. La grupalidad puede enaltecerte o convertirte en lo que no quieres. Cada uno de ellos eligió participar, y eso genera responsabilidad penal y moral. Pero también hubo una dinámica de grupo que fortaleció el impulso, generando un refuerzo entre pares, pérdida del juicio individual y sensación de impunidad.
La tragedia nace justamente de que personas normales pueden hacer cosas terribles cuando fallan los límites, la ética y el autocontrol. Y al mismo tiempo, se muestra el enorme dolor de una familia que, de un minuto al otro, perdió a su único hijo, sin posibilidad de despedida ni de reparación.
Aunque es utópico pensar que la violencia terminará, ojalá que este caso nos sirva para crecer como sociedad, no desde el odio, sino desde la reflexión profunda. Enseñemos a los jóvenes a frenar, no a escalar. Que aprendamos a pensar antes de actuar. Que la empatía nunca sea vista como debilidad, sino como fortaleza.
A la familia de Fernando, solo cabe desearle paz, justicia y la fuerza que necesita para seguir viviendo con algo tan irreparable.
