Intentar ser estricto con los recuerdos es tarea harto difícil. Todos los extendemos o plegamos a nuestro antojo según nos agraden o no. Por eso, a veces de manera sensata, otras no tanto, somos capaces de dilatar un buen recuerdo hasta el extremo de combinarlo con otros que, si bien no fueron contemporáneos, al estar a la altura de nuestras mejores evocaciones, los convertimos en afluentes del mismo río en nuestra memoria. No es una violación de nuestra sinceridad sino un mecanismo de defensa contra lo que fue adverso. Al fin y al cabo nos gratifica pensar que nuestro río de gratos recuerdos lleva un caudal abundante y que podremos beber de él hasta el fin de nuestros días, incluso que seremos capaces de hacer llegar algún que otro afluente más para evitar la merma.
A los malos recuerdos tenemos que intentar situarlos en estanques aislados unos de otros para que no nos apesadumbren demasiado. Así podemos ir alejándonos poco a poco de su emplazamiento, aunque seamos plenamente conscientes de que siguen ahí y que su evocación vendrá precedida de algún mecanismo que pondrá en marcha otra vez el viaje hacia ellos. Es inevitable. Un olor, una imagen, una canción o un sueño pueden ser el detonante que nos transporte hasta nuestro estanque arrinconado, o a más de uno, y conviertan nuestro día de más o menos calma en un día agobiante y lleno de tristeza.
Por eso en mi libro encontrarás historias de buenos recuerdos. Otros... no tanto.
También encontrarás historias inventadas. Otras... no tanto.
Que disfrutes.
Juan Carlos Irigoyen Pérez
- España
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