Era la reina de su mundo de cristal. Se levantaba sobresaltada cuando no oía su respiración y soñaba con palabras que no estaba segura de haber escuchado salir de sus labios. Vivía con miedo, reía con ilusión, soñaba con inocencia. Era la princesa del reino de la locura y era consciente de que estaba perdiendo la cabeza a un ritmo de vértigo. Hablaba con hadas de alas blancas que caminaban de puntillas por las sendas de la imaginación. Cabalgaba a lomos de recuerdos de épocas que nunca vivió. Tenía una extraña vida en blanco y negro en la que ansiaba que, como estrellas invitadas, aparecieran Clark Gable y Humphrey Bogart. Y al final, quería acabar marchándose de su reino, dejando de ser de una vez por todas una princesa de hielo y vivir una simple vida en clave de sol en una playa del norte donde nunca dejara de llover. Quería huir al ritmo de acordes que marcaran los sueños que se marchan y que nunca regresan. Quería ser un alma más que abandonara para siempre todo resquicio de cordura y que, en el umbral donde perder la cabeza, apareciera un rostro familiar que le prometiera, aunque fuera mentira, seguirla en sus viajes infinitos al fin del mundo.