A veces el mero hecho de existir no es suficiente.

Me encuentro en las más lejanas expectativas y en el abrumador idealismo de un futuro que me pertenece y que de cierta forma, es lo único que tengo. Suelo desvanecerme en mis pensamientos. De convicciones que arden frente a las cadenas y cuestionamientos que flotan ínfimos en la vastedad del cosmos. Inexorablemente fría e inevitablemente cálida.

Vivo y represento la soledad de la juventud posmoderna. Suelo tener la sensación de que soy ajena a mí misma. A veces mis sentimientos rebosan en las madrugadas porque mi lado racional está dormido. Me gusta pensar que llevo el fuego de la revolución de la que nadie es partícipe en mis venas y que el más gélido invierno me mantiene con vida. Aunque creo que la única verdad es que me pierdo en contradicciones que tienen más sentido del que me gustaría.

Las tormentas, los astros, la música clásica y los idiomas me definen. También lo hacen la fascinación hacia un mañana ante el que me extravío intentando encontrar un camino por el cual llegar y los hogares al otro lado del océano que aún no conozco.

Tan consciente de los grises de la existencia que terminé por comprender que en realidad veo en blanco y negro. Enamorada de las estrellas desde que descubrí que al igual que ellas, nadie es lo que parece -y a veces todos morimos antes de lo que se demuestra-. Mis sueños llevan la nostalgia de lo que pudo y lo que podría ser en su soledad. 

Sé que a las preguntas no suelo encontrarles respuestas; por eso escribo (y para no morir por pensar tanto).

Juegan con balas; niños azules. Viven entre los muros de la soledad, sangran claridad ínfima, calan la grandeza de la nada. Dicen que los astros no tienen compasión, los átomos colisionan y las guerras internas matan. Manteniendo el calor en la noche eterna, el éter de las almas es la más sublime condena. Gritan sobre nuestra maldita ceguera, pero jamás podemos verla. Ellos siguen en la desolación. Y nosotros seguimos en ellos.