El reloj marcaba casi las nueve y media de la noche cuando Lys dejó la estación de metro, con la bolsa del entrenamiento en una mano y la chaqueta colgando del hombro. Acababa de terminar una sesión particularmente larga en el gimnasio subterráneo donde practicaba lucha, una de las pocas actividades que le permitían descargar, al menos en parte, esa parte de sí misma que tanto se esforzaba en mantener bajo control.
El aire nocturno, tibio para esa época, no le resultaba incómodo. Caminaba con paso firme, los auriculares en los oídos, el cabello recogido en una coleta alta. Su rutina de siempre.
No se dio cuenta, en un principio, que alguien la estaba siguiendo.
Fue en un cruce de callejones, a pocas cuadras de su departamento —que compartía con su hermano mellizo— cuando una sombra se deslizó tras ella. Su instinto fue inmediato: se giró apenas, ojos azules afilados, cuerpo tenso.
—Vaya, vaya… Qué sorpresa encontrarte por aquí, Fraser. –la voz le resultó extrañamente conocida, aunque más grave, más cargada de veneno que años atrás-
La figura se adelantó: un muchacho alto, corpulento, cabello corto y oscuro, mirada arrogante. El rostro había cambiado con los años, pero Lys lo reconoció en un instante: Darren Mavrel, hijo del magnate Henry Mavrel, un empresario híbrido de sangre de bestia.
El mismo Darren que lideraba a aquel grupo de cobardes que ella había exterminado a los quince años.
La sangre le heló las venas un segundo. Había creído que estaban todos muertos.
Aparentemente no. Uno sobrevivió.
–sonrió con asco—¿No tienes nada que decirme, pequeña? Pensé que al menos me saludarías... después de lo que le hiciste a mis chicos. –se acercó un paso más, ladeando la cabeza—Aunque claro... tú, tan alta y fría ahora... modelo, estrella... me das risa. Sigues siendo la misma salvaje de antes. Sólo que ahora te disfrazas mejor. –