Se escuchaban las suaves risas de una pequeña niña de pelo verde, sus ojos brillantes llenos de inocencia mientras realizaba poses de miedo de una manera encantadora. Vestía una camisa blanca de vestir que le quedaba grande, pantalones y cuernos falsos en la cabeza, mientras gritaba con emoción:
• “¡Mira, mami! ¡Soy el aterrador de papá!” •
Las risas melodiosas de su madre resonaban en la habitación mientras capturaba esos momentos en fotografías que serían atesoradas para siempre.
“Cuando sea grande, seré tan fuerte como él, ¡jajaja!”
Pero el tiempo no puede ser detenido y la niñez da paso a la adultez. Ahora, la misma niña, ya crecida, miraba esas fotos viejas con una mezcla agridulce de nostalgia. Su pelo, ahora negro pero con las raíces que aún conservaban su distintivo tono verde, enmarcaba un rostro que mostraba las marcas del tiempo y cicatrices que narraban historias pasadas. Aunque las cicatrices eran visibles, eran las cicatrices internas las que resonaban más profundo, reflejando una tristeza que no podía ser ocultada.
– Qué tonterías... –, susurraba para sí misma mientras sus ojos se posaban en las imágenes, cada una evocando recuerdos que ya no podían ser recreados. La habitación parecía más silenciosa, el eco de las risas infantiles ya no llenaba el aire. A medida que observaba, las lágrimas amenazaban con escapar, pero ella las contenía, dejando que la tristeza se expresara en el silencio de su corazón.
La niña que alguna vez imaginó un futuro brillante y prometedor, ya no existe. Los días de inocencia y risas espontáneas parecían pertenecer a un mundo distante e inalcanzable. Cada foto era un portal hacia el pasado, recordándole lo que alguna vez fue y lo que ya no sería.