Morirse como se muere un gato.
En silencio, en la esquina de una calle de un polígono de un pueblo.
Quieto como la sombra de un olivo en verano, sucio y delgado como el insulto de un niño.
Morirse como se muere un gato, a veces en otras manos, sin decidirlo.
Por la rueda de un coche, por el golpe de un pie, por el veneno de un trozo de carne, por la caída de un salto asustado, por un fallo renal, por malo, por gato.
Morirse como se muere un gato, maullar durante la noche, dejarse morder por otro, parir cinco crías y dejar morir ocho.
No conocer de sueño, de siesta, de cabezada, de un ronroneo que no sea doloroso.
Morirse como se muere un gato, por trozos, sin patas, sin cola, sin oreja o sin ojos.
Oler a muerte para otro, buscar en la basura, de cenar plástico y de postre huesos. Y mirar, mirar la vida en silencio, en las esquinas, en las cornisas, en los bajos de los coches en invierno, en los jardines en primavera.
Así como se dobla la vida, así como nace la muerte, así como se mira hacia otro lado, así se muere un gato.