No sabía lo que hacía, ni lo que pensaba; sin embargo, pasaba horas deseando una temprana oscuridad, un diurno apagón. Pensamientos iban y venían por su rota mente, por sus maltratadas cavilaciones, pútridas por el paso de la frialdad y la seca crueldad. 

No pasaría mucho antes de que las primeras flores nacieran ante el majestuoso sol negro, ante el chorreante altar del adormecimiento. Los primeros fueron como una daga en el corazón, certeros, dolorosos, aunque sólo por un momento. Los siguientes fueron más fuertes, ahondaron más, desgarrando zonas y quemando cada trozo roto de la cordura. Y, por fin, los últimos que ha tenido han sido indoloros, tal vez un poco helados.

Esa pobre alma, abandonada a la soledad interior, al odio propio, al frío amanecer de un cielo congelado y negro como las profundidades del suicidio, había llegado a uno de sus últimos momentos de lucidez (lucidez= momento de locura y abandono del mundo racional), uno que marcaría su desgarrada mente. 
No quería morir, tampoco perecer en manos extrañas y cálidas; prefería acabar con su leve existencia por su propia mano, tal vez pastillas, tal vez una brillante cuchilla que miraría por horas antes de atreverse a dar el último paso, tal vez un adiós y cerraría los ojos.
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-¿Quieres saber sobre mi?- dijo ella. Una sonrisa le surcaba la cara, dejando ver a una chica de semblante psicótico. El hombre que tenía delante, el que le había sugerido que hablase de ella misma, asintió apenas. Casi con voz angelical, habló ella -Es mejor no saber nada. 

Y sin más dejó de sonreír. Dejando un rostro frío y sin vida casi.
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-Pues que se queden en el aire-dijo ella dándose ya la vuelta.

-Las palabras de las lleva el viento- citó él en apenas un susurro. Agachó la cabeza dándose por vencido.

-Ojalá se las lleve lejos.

Y sin más ella se fue. Cerró la puerta y arrancó, se fue. Condujo hacia donde fueron sus palabras, la siguiente parada detrás del fin del mundo.
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