El abuelo era un hombre sencillo pero con una inclinación natural por la lectura, la música y las letras. Era albañil pero rompía el molde, amaba leer sobre historia universal, ciencia y también poesía. En las noches, solía llegar del trabajo y lo primero que hacía luego de lavarse y cambiarse de ropa, era sentarse un rato en el patio a tocar su guitarra. Nunca pudo cantar y tocar al mismo tiempo, pero se tomó la molestia de enseñarme mis primeros acordes y dármela como una herencia en vida, que aún conservo. Su mente inquieta lo condujo a inscribirse a un curso de electrónica por correspondencia, el cual concluyó con el ensamblaje de una radio que daba toques a diestra y siniestra, pero que bien servía para escuchar las radionovelas y los éxitos de José Luis Perales. Su mayor logro literario fue un segundo lugar en un concurso local de poesía por el día de las madres, allá por los años noventa. No estudió más del segundo grado de primaria, pero le alcanzó para enseñarme a leer y a escribir, además de los nombres de las estrellas, los puntos cardinales, las fases de la luna, y lo que considero su enseñanza más valiosa: "respetar, trabajar, agradecer"; repetía esas palabras constantemente y me decía que eran la base para una vida digna. Cuando lo miraba llegar a las seis de la tarde con ese andar suyo tan calmo pero firme, yo me sentía instantáneamente lleno de seguridad y es que debo decir que todo lo duro que fue con sus propios hijos, lo fue de condescendiente y paciente para conmigo, me decía: "anda Hugonote, vámonos por la vida" y me llevaba a caminar por la colonia, a veces se nos hacía de noche pero me enseñó a no desconfiar más de la gente que de sus intenciones.  Admiré profundamente su carácter apacible y su sabiduría cotidiana, esa que sólo puede atribuirse a la experiencia. Hace años que se fue, pero hay mucho de él presente en mí, por eso lo describo aquí, porque albergo la esperanza de que los años me vuelvan un poco como él.