En escaso tiempo he tenido dos grandes perdidas de grandes personas, personas fundamentales en mi desarrollo como persona, he vivido la pérdida de maneras tan distintas y tan similares con ambos, cuando perdí a mi abuela no fue algo imprevisto, fue algo que uno siempre sabe que va a pasar, incluso se lo imagina, lo piensa y le da vueltas desde que uno se entera que las personas se van, fue fuerte, fue desgarrador pero a la vez fue sano, era casi como si estuviera escrito, cómo ella lo determinó, era algo que además... Ella quería. Algo muy por el contrario con lo que viví hace poco más de un mes, un hombre que un día compartíamos risas y anécdotas bajo la sombra de un ciruelo enfermó, le dió duro contra el cáncer, intento salvarse agarrándose con uñas a la vida pero no lo consiguió. En todo su proceso no pude evitar compararlo con el de mi abuela e incluso ahí me hacía falta, me alejé porque no quería vivir lo mismo de nuevo, no quería verlo mal, no lo quería ver deteriorarse, me guarde el miedo con sus cercanos, tenía pesadillas, hasta que pude aceptarlo aunque él no lo hiciera, nunca fue sólo un malestar lo que tenía, era cáncer y se lo llevó... Quizás el estar poco familiarizada con la muerte y haber vivido el primer episodio de la muerte de un ser querido a los 19 años con la muerte de mi abuela hace que una segunda me afecte de una forma más fuerte porque tiene que ver con darte cuenta de que aquella persona que te consoló en un momento puede ser la siguiente en partir de tu vida de la misma manera. Este fue un verano distinto, un verano en el que no pude sonreír de la misma manera, en el que lo extrañé casi todos los días en el que me contradigo día con día, en el que casi no salí de mi casa y en el que me dí cuenta cuan importante y necesario era en mi vida.