Oh, Dios…
¿Por qué me diste la vida?
¿Por qué me arrojaste al mundo con un latido que nunca te pedí, vivo con un corazón obligado a soportar lo insoportable?
Cada amanecer es una sentencia, cada noche es una repetición que proviene del mismo vacío.
Nada en esta existencia ha sido luz:
solo dolor que vuelve, solo sombras que crecen, solo heridas que jamás aceptan sanar.
La vida duele, Señor.
Duele hasta en los silencios más profundos.
Duele incluso cuando intento no sentir. Es una cadena que arrastro sin saber por qué, una condena dictada antes de que pudiera abrir los ojos.
Dios mío…
¿Seguramente también la muerte tiene que doler?
¿Será que tampoco ahí me será permitido descansar?
Sigo respirando, pero ya la siento encima,
como un peso frío que se sienta en mi pecho y me recuerda que no escaparé,
ni aquí, ni al otro lado del abismo.
Dicen que la muerte es descanso… pero yo no lo creo. Yo la siento vigilándome,
esperando que cometa un último error
para caer sobre mí sin compasión,
sin tregua, sin absolución. Acaso
ella también será dolor, otro tormento, otro juicio, otro lugar donde mis pecados me hundirán hasta que no quede ni un segundo de alivio.
Si la vida es tormento
y la muerte es otro castigo,
entonces explícame, Señor…
¿para qué fui creado?
¿Para arrastrar sufrimiento mientras respiro
y para continuarlo cuando deje de hacerlo?
¿Para ser un suspiro perdido entre dos infiernos,
sin haber conocido jamás la misericordia?
Oh, Dios…
si este es mi destino,
¿por qué lo llamas vida,
si siempre fue un pasadizo estrecho
entre un dolor y un sufrimiento…
entre un grito y un abismo…
entre un comienzo condenado
y un final que no promete salvación alguna?