La araña que reside en la esquina del techo de mi habitación descendió desde su lúgubre morada hasta posarse sobre el cable del cargador de mi tablet. La sorpresa me paralizó como acto reflejo y fijé la vista en ella con el corazón detenido; en su inteligencia parecía devolverme la mirada. Juzgué imposible que mi compañera, en un lúcido arranque, haya decidido violar nuestro tácito acuerdo de no inmiscuirnos en los asuntos del otro con el siniestro propósito de perturbar mi tranquilidad. Permaneció allí unos segundos calculando sepase qué maquinaciones, me impacientaba. Finalmente, con la misma agilidad de su descenso, trepó de vuelta al rincón donde pertenecía y yo retomé mi lectura de El Aleph de Borges sin reparar en más contemplaciones. El suceso se diluyó entre la sucesión de las rutinas y el día se volvió una vez más indistinguible del resto del calendario.