Ariel Corinne Hamilton, la callada y reservada, la buena niña. Esa es la primera imagen que la castaña deja ver ante los ojos de la sociedad, a excepción, claro, de aquellos a quienes considera verdaderos amigos, los únicos capaces de hacer que Ariel sea, solo un poco, menos reservada y callada.
Nacida en la ciudad de Bruselas, en Bélgica, durante las bellas fechas decembrinas. Tenía una vida normal, una familia normal, siendo la primera hija del matrimonio Hamilton, aunque, lastimosamente, la única de aquella pareja que irradiaba amor. Le gustaba su vida, la consideraba tranquila y, en ocasiones, perfecta. Su padre, un prestigioso ingeniero, y su madre, una increíble arquitecta, se habían encargado de darle todo a su pequeña, hasta aquel fatídico 29 de abril del 2010.
Su madre, aquella mujer que tanto amor le había dado por aproximadamente cinco años, conoció la muerte tras caer de un edificio en construcción que ella estaba orquestando. Nadie sabe cómo sucedió. Simplemente, la familia Hamilton enfrentó su peor faceta: Edeline Hamilton había fallecido. Ariel, devastada por la pérdida de su madre, buscó refugio en su padre. Pero aquel hombre, desecho por dentro, no encontraba fuerzas para verla, pues cada rasgo de su hija le recordaba a la mujer que acababa de perder. Y el gran ingeniero, Benedict Hamilton, no podía permitirse perder la cabeza; decidió enterrar sus sentimientos para mantener su prestigio profesional y su estilo de vida, sin notar que estaba descuidando lo más importante: su hija, Ariel.
