A partir de ese momento el azul se volvió parte de él. Su madre nombró así a la tristeza que anidó en su ser, aquel nombre que, jamás atrevió a decirlo, pero lo odiaba. Era una condena que aprendió a callar, un pesar que solo su almohada y su mirada cansada sabían lo mucho que ahogaban.
El tiempo lo transformó en más de un sentido. No solo su cuerpo cambió, también su alma. Su rostro adquirió una belleza radiante, como un reflejo del sol, igual que un sueño: Tez clara, hermosos lunares, mejillas carmesí y cabellos en desorden como olas al viento. Pero esa belleza que debía ser un sueño era rota por la sombra de su mirada agotada, volviéndolo un recuerdo empañado, casi nostálgico.
La palabra escrita y la poesía se volvió su único refugio. En algún momento sus pensamientos se plasmaron en hojas blancas, sus sentimientos se perdieron en palabras nunca dichas y quedaron sellados en libros olvidados. Sus ropas manchadas de tinta eran las huellas de una guerra contra sí mismo, una guerra que estaba perdiendo.
Sus padres, como disculpa silenciosa, le dieron todo lo necesario para hacer de su dolor un arte. Y en ese sendero apareció la figura de un reportero, mensajero de noticias en Fontaine. No era el destino que Azuri había soñado —otro talento ardía en sus venas—, pero su madre lo impulsó y su padre lo sentenció: “el mundo no está hecho para artistas como tú y yo”
Azuri calló otra vez, reteniendo su voz. Como su padre años atrás, guardó sus sueños y eligió el camino que le fue impuesto. Quería ser egoísta, deseaba que solo por una vez, el bien mayor de todos también fuera el suyo.
De nuevo volvía a ser el niño golpeado que lloraba esperando a su madre.
Deseó huir, pero sus pasos se afirmaron con el tiempo. Con amargura, descubrió que la tinta de un artículo podía ser tan poderosa como la de un poema. Primero se negó a aceptarlo, pues su propio orgullo no quería darle la razón sus padres. Igual que la terquedad de un tronco que se aferraba a la tierra.