¿Por qué es tan difícil encontrar
las palabras correctas, cuando
lo que uno arrastra no cabe en
letras ni en gestos?
A veces ni el cántico de las aves logra despejar el ruido que me retumba en mi cabeza por las mañanas. Todo suena lejano, incluso lo vivo.
Escuchar a Alfred llamarme para desayunar, para comer, para cenar… es monótono, sí, pero algo en ello reconforta. No sé si es la costumbre, o la forma en que pronuncia mi nombre, como si yo fuera alguien que aún merece ser llamado con cuidado. Él me habla como si aún tuviera una oportunidad.
Crecí entre sombras que no escogí, palabras que no entendí, y una formación que no perdonaba los errores, solo los castigaba. Aprendí a arrebatar vidas antes que a apreciar las mías. Y ahora, tras todo lo vivido, me cuesta nombrar lo que siento… me cuesta incluso reconocerme.
Y luego llegó él.
Matt.
Un bebé. Uno que ni siquiera ha dicho una palabra, y sin embargo su existencia grita. Hijo del murciélago y del payaso, del orden y el caos, de lo imposible. Él no es solo un niño perdido; es la personificación de una guerra eterna, un símbolo que ningún manto, ni capa, ni sonrisa puede borrar.
Lo observo —dormido, balbuceando, llorando como cualquier bebé— y siento cómo algo se desgarra en mí. Porque no debería estar aquí. Porque no pidió estar aquí. Porque su vida... pende de un hilo que otros tejieron con odio y estrategia. Y aún así, respira. Aún así, existe.